martes, 20 de diciembre de 2011

De seres fantásticos... (XIV)













Llueve. Espero el autobús. Distingo a un hombre que se acerca caminando: lleva un gorro de lana en la cabeza y una mascarilla quirúrgica en la boca. Está empapado. Me llama la atención su aspecto (esto no es Japón)y le observo, pero él no parece haber reparado en mí. La calle está completamente desierta a esta hora del día. El individuo llega a mi altura. Entonces dice mi nombre: Carlos, sin dirigirme siquiera una mirada. Me quedo mirándole sorprendido. Veo como se aleja. Las manos en los bolsillos.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (IX)












El suyo era el peor trabajo del mundo. Se sentaba con los moribundos y comía con ellos. Entonces todos los pecados de aquel que iba a morir pasaban a ser suyos. Inmediatamente tenía que ir al retrete y vomitar. A veces toda la mierda salía enseguida. Así arrojaba afuera todos los pecados. En cambió, otras veces no podía y tenía que meterse los dedos hasta casi tocar la campanilla y forzarse a vomitar. Terminaba agotado, consumido y arruinado. Se miraba en el espejo y se tocaba las profundas arrugas que surcaban su rostro prematuramente envejecido. No se sentía reconfortado. De hecho maldecía su puñetera suerte. Como recompensa, su úlcera le mataba en los días oscuros.

Cada trabajo le acercaba más a Dios. Como si él hubiera hecho ese pacto, como si él hubiera pedido ese contrato. Lo que el hombre deseaba era un trabajo sencillo y aburrido -uno alienante y sin esperanza-, una copa o una cerveza y un pitillo, y echar un polvo de vez de en cuando. No era pedir demasiado. ¡Oh, no, no lo era!. Pero todo lo que tenía era un alma atormentada, un pensamiento que no comprendía, un cartón de leche rancia y un paquete de pañuelos para limpiarse cada vez que se masturbaba. ¿Qué había hecho él? ¿Será verdad que todos nacemos pecadores y que Dios, en sus caminos inescrutables, nos tiende emboscadas y nos señala para éste tipo de labores? El trabajo sucio, sí señor. Alguien tenía que hacerlo. Pero, claro, siempre podía ser otro alguien el indicado.

El hombre tampoco se preguntaba mucho más allá. ¿Por qué habría de hacerlo sí, al fin y al cabo, no comprendería las respuestas? Damos por hecho que comprenderemos la solución al enigma, que no seremos devorados por él; que seremos capaces de soportar la luz tras el velo. Él sabía que no. En eso no era demasiado arrogante. Sólo era que le gustaba quejarse. Hacerse el interesante. Señalar a Dios como causante de todos sus males y de los que estuvieran por venir. Lo hace con el dedo manchado de porquería. Pero no es un mal tipo. Oh, no, no lo es. Tan sólo un poco despistado y vago.

Así que llega allí, donde ha sido requerido, y se sienta a la mesa o se acomoda en la cama. Sonríe al moribundo y le mira a los ojos. Toma el último alimento y lo muerde y luego se lo pasa al que está a punto de morir. O bien lo hace al revés, es primero el moribundo quien prueba la comida y luego lo hace él. Aunque de este modo no le gusta, pues la mayoría de ellos apenas pueden masticar y lo dejan todo lleno de babas. Hay veces en que tampoco le gusta la forma en que están cocinados los alimentos: que si demasiada sal, que si demasiada poca sal, muy cocido o poco hecho, rancio, amargo, etcétera.... Y no hablemos del picante. Antaño le gustaba, pero hoy, con su úlcera, no puede ni probarlo. Por no desairar a los desdichados lo toma, aunque sabe que después lo pasará mal. Desde luego esto le parece más insoportable que sus dolores de alma. Tiene decidido dejar de hacer éste tipo de concesiones. ¿A quien puede ofender? ¿No es acaso más importante su sagrado trabajo de sanador de pecados que una ridícula falta de cortesía? Ummm, quizás no lo sea. En fin, que compartido el alimento se completa el canje, el cambio: los pecados del moribundo se instalan en su alma, en su espíritu, en lo que sea. Entonces es como un recolector de basuras. Toda la podredumbre y las malas acciones, los crímenes, las injurias y las promesas rotas le entran dentro, y lo van devorando. Oh, sí, él puede luego sacarlo, pero algo siempre se queda dentro. Tampoco le preguntéis cómo funciona esta magia (si es que podemos llamarlo así sin ofender a Dios) esta transmutación, transfiguración o como demonios se llame la acción. Eso es, ni siquiera sabe como se llama su profesión. Lo mejor de todo es que él ni siquiera cree creer en Dios. Pero parece que a Dios esto último no le importa. ¿Por qué habría de hacerlo? Él es El Chulo Supremo. Bueno, así le gusta llamarle. También le gustaría verle algún día. Exista o no. Qué más da. Verdaderamente se muere por un trago. Quizás ésta noche lo haga. Quizás se meta en un bar y beba hasta reventar. ¿Quien podría culparle? ¿Quien habría de echarle de menos, añorarle? Créanme, ni siquiera los moribundos a quienes limpia de pecados. ¿Ni siquiera ellos? Ni siquiera ellos. Nadie cree ya en el pecado. Nadie cree estar a salvo de ellos.

Cuando termina su trabajo siempre llueve. Camina por las calles bajo el agua y nunca encuentra taxi. Inevitablemente siempre es de noche, y llueve (oh, esto ya lo había dicho) Todos los locales están cerrados y su casa oscura y fría está lejos y es poco confortable. No habría estado mal que le hubieran ofrecido, no sé, un vaso de agua, un rincón calentito o un abrazo, allá donde ha realizado su último trabajo. Pero las personas sólo piensan en sus cosas y eso les lleva mucho trabajo. Hay que llorar al muerto. Hay que vestirlo. Hay que hacer frente a las molestias. Así es. Él no tiene a nadie. Mejor así, sin duda. Bueno, él tiene a Dios. No sabe si eso es mejor.

Entonces ve una luz al final de la calle. Sus ojos no pueden ver otra cosa, y sabe que tiene que dirigirse hacia ella. Por un momento se pregunta si es que habrá llegado el momento de conoces al Supremo Hacedor. No siente nada. Sólo la curiosidad le mueve. La luz es un bar o un club de alterne. El neón brilla con un resplandor rojo, como infernal. Sin embargo el local se llama El Séptimo Cieloo. Piensa una vez más en la úlcera, en el dolor. Al carajo, se dice. Entra.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VIII)















El terror ya no sucede en enormes y viejas mansiones victorianas, en ruinas de hospitales mentales o castillos medievales. El horror hoy sucede en pequeñas habitaciones de pisos de apartamentos. En los oscuros dominios de las pequeñas personas. El ritual ominoso se da a la hora de la cena. Las miradas asesinas, los pensamientos encerrados y crueles. El deseo de algo peor.


De repente el hombre se levanta de la silla. Ésta cae con un crujido y un golpe seco. Mira a su mujer y a su hijo pequeño. No dice nada. Lanza de mala leche el tenedor sobre la mesa. Cae sobre el puré de patatas de sobre con salchichas de sobre y salpica a la mujer y el niño pequeño. Se hace un silencio. El hombre se echa a llorar. No dice nada. Se marcha a la habitación, cierra la puerta, apaga la luz y se tumba en la cama sobre la colcha.

La mujer limpia al niño pequeño que llora. Se limpia ella misma. Terminan de cenar sin hablar. En la tele están pasando Bob Esponja y el niño pequeño no sabe si tiene que reír, volver a llorar o callar y adoptar el gesto aprendido necesario. Un gesto estereotipado que usará siempre más adelante, cuando la ocasión lo requiera.
La mujer también sabe de gestos aprendidos. No acude a la habitación inmediatamente. Actúa casi siempre por instinto, como todos. No es una mujer reflexiva, ni falta que hace. Recoge la mesa. Recoge la silla, que había dejado caída. Friega los platos y los cubiertos. Barre el suelo. Deja al niño pequeño ante la televisión, dibujando extraños seres medio antropomorfos medio garabato. Seres infantiles mitológicos. Después, cuando crezca, dejarán de existir.

Sólo después de haber hecho esto la mujer acude a la habitación a hablar con su marido. Golpea tímidamente la puerta. Dos ó tres veces. No obtiene contestación. Decide entrar y se encuentra la oscuridad interior. Todo está en silencio. El hombre no está. La cama está vacía, pero la ventana está abierta. Viven en un séptimo piso. La mujer se altera y emite un leve grito. Se precipita sobre la ventana e instintivamente mira hacia abajo. Busca con su mirada en la penumbra de la tarde noche. Aun no están encendidas las farolas de la calle. Aun así no ve nada. No está el cuerpo de su marido estampado contra la acera o los coches. En este punto no sabe qué sentir, si tiene que sentir alivio, pena o terror. Sobre esto no sabe que estereotipo utilizar. Está desconcertada.
No ha mirado arriba: unos diez metros sobre su cabeza, flotando en el vacío, se encuentra el hombre, su marido. Tiene los brazos en cruz, los ojos en blanco. Flota extasiado en el aire. ¿Cómo es esto posible? Da igual, la mujer tira del hilo rojo que los une y hace entrar al marido de vuelta en la casa. Lo abraza, lo besa, trata de hablarle. Él no dice nada, no puede sentir nada. Aparta a la mujer de sí. De hecho, comienza a empujarla hacia la puerta de la calle. Hace un gesto que la mujer comprende bien y toma entonces a su hijo pequeño en brazos. Salen los tres.

En el coche el marido continúa con su misterio. El instinto de la mujer le dice que tiene que volver a tirar de estereotipo. Habla, gimotea, le recuerda quienes son ellos. Son su hijo y su mujer. El hijo llora. Esto podrá ayudar. Abraza al pequeño, pero no lo consuela. Sus lágrimas pueden ser la solución al enigma.
Entonces el marido toma un desvió oscuro. Un camino de tierra. Se dirigen al bosque. Apaga las luces y conduce un poco más. La oscuridad se ha hecho total. Detiene el coche sin parar el motor. Se baja y hace bajar a la mujer y al hijo pequeño. Ella se hinca de rodillas y pide compasión, misericordia, piedad. Lo ha visto hacer en una película, y entonces salió bien. El marido no va a matarlos. Va a abandonarlos. No dice nada, como en toda la tarde y toda la noche. No los mira; se da la vuelta y regresa al coche. Se aleja de allí mientras que la mujer se aferra a la manilla del coche, gritando, llorando, tratando de hacerle reconsiderar su decisión. No hay nada que hacer: el hombre acelera, aun a riesgo de chocar contra los árboles.
Cuando se aleja no mira por el retrovisor. Ya sabemos que ocurre si uno se gira para ver. Nosotros sí podemos observar a la mujer con el hijo pequeño en brazos: iluminados por las luces frías del coche, adquiriendo un brillo espectral. Los brazos de los árboles azotan sus ramas hacia ellos y parecen querer abrazarlos o atraparlos. Su imagen se va empequeñeciendo como un recuerdo, hasta desaparecer, engullidos por el olvido o la oscuridad.


Al llegar a casa, el marido deja las llaves en el cuenco de la entrada. Su hijo pequeño sale de su escondite. ¡Buh!, dice, y el hombre hace como que se lleva un gran susto. Se abalanza a los brazos cariñosos del padre y éste le da un sonoro beso y un gran achuchón. La mujer le besa también. Le besa en la mejilla, espátula en mano, delantal ceñido; la pierna flexionada a la altura de la rodilla en un gesto coqueto, hacia atrás. Se quieren. Nada podría ir mejor. La mesa está puesta. El puré de patatas de sobre con salchichas de sobre humea en la mesa. Se sientan a cenar.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Caminábamos como los vivos... (VI)














Empieza con un quejido. Luego viene el llanto: el hijo ha roto a llorar en la habitación. El llanto del bebé se introduce en el sueño de los padres, dormidos en el otro cuarto, a través del ruido cavernoso del aparato. Brilla rojo. A veces asusta. Es el padre quien se levanta. Torpe, lento, agotado, los ojos casi cerrados, aun dormido. Bosteza, se rasca el trasero bajo los calzones. El hijo ha dejado de llorar. Al menos ahora no le escucha hacerlo.

El padre abre la puerta a oscuras. Entra. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra lo ve: en cuclillas, guardando el equilibrio, encaramado a los barrotes de la cunita hay un extraño ser -rojos ojos encendidos-. Tiene al hijo aferrado entre sus garras. El bebé es demasiado pequeño y no parece temer, se deja hacer, aunque balbucea algo parecido a papá. El ser abre su boca como un pico. Muestra su lengua bífida. De su garganta surge un sonido como un siseo o un crujido. Amenaza.

Una corriente fría congela la escena. Congela la mueca en la cara y la comprensión del padre. ¿De dónde habrá salido éste ser? Del sueño del bebé no ha podido surgir. ¿Qué conjuro estará invocando con sus misteriosas palabras susurradas?. La luz exterior de las farolas parece hacerse profusa en el cuarto. ¡Luz, maldita luz!. Ahora puede verlo todo. Pero todo no es nada. No están ni el ser ni el hijo. El padre ve las cosas como a través de una catarata. El padre cae desmayado, desplomado, al suelo.

Cuando despierta está otra vez en su cama. La boca seca, el estómago le quema, la cabeza le da vueltas. Siente haber dormido mil años. quizás lo haya hecho. La mujer no está a su lado, acostada o despierta. No están las fotos de la boda, ni están sus perfumes o sus cosas. La habitación es una verdadera leonera. Se levanta, se incorpora. Todo le da vueltas. Es entonces, entonces, cuando comienza a recordar: su hijito muerto en la habitación del hospital. La mujer llorando con el cadáver infantil en brazos. La luz blanca y fría de la sala de curas. Los rostros entre ausentes y severos de los doctores y las enfermeras. Su propia imagen rota en el cristal de las ventanas. Fuera llueve y hace viento. Dentro hace frío. Y más dentro, todo es como un iceberg. Estalactitas, carámbanos y estalagmitas. Las venas y las arterias ya no llevan sangre. Llevan el líquido de la desolación. Si tuviera el suficiente valor haría pedazos el mundo. Sólo está hecho pedazos el corazón.

El padre se lleva las manos a la cabeza mareada. A la deriva. Se lleva las manos a la boca abierta. El horror congelado. Está a punto de llorar. Los ojos vidriosos y rojos. A cada chispazo de memoria, de comprensión, se corresponde un átomo de hielo y de muerte. Se levanta, como un resorte, y echa a andar. Corre. Abre la puerta del cuarto del hijo. Allí, evidentemente, no hay nadie. Todo continúa igual que cuando el hijo salió por última vez: las sabanitas blancas, los posters de cachorros de perros y gatos, los peluches de animales, el caballito de madera para cuando creciera, las fotos de papá, mamá y el bebé sonrientes, los polvo de talco, las cremitas y los aceites, los pañales y la ropita sobre la repisa. Las lágrimas fluyen al ver la cunita fría. Habían puesto una piedra en su lugar.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VII)





















Se alimenta de su risa. La bestia permanece en la sombra. Espía. Acecha. Nunca se deja ver. Cuando la escucha reír, su extraño ser tiembla entero. Una rara mezcla de satisfacción y pena le embarga. Aúlla para sus adentros, y maldice su condición. Sin embargo no puede abandonar esa sombra. Si se mostrara, sería destruida. La bestia está irremediablemente unida a su presa.

Han pasado los años. La risa de la mujer se va agotando. Se está haciendo vieja y cada día le cuesta más reír, sonreír. Se mira en el espejo, desnuda, y se toca la carne antes firme; los senos que antaño apuntaban desafiantes como una pistola. Sabe que todavía puede resultar deseable. Pero ella ya no tiene mayor deseo. Sus deseos se fueron secando. Un buen día supo que nada iba a ser como ella creyó que sería. Sin mayor tragedia. Sin otra cosa. Sin ovaciones, ni lágrimas, ni bises, ni nada de nada. ¿A quien podrían importar aquellas cosas que ocurren a otros? ¿Acaso nos importan a nosotros?.

La falta de risa está matando de hambre a la bestia. Podría abandonar aquella sombra y buscar otra desde donde acechar. En otro lugar. Al lado de alguien más joven, que aun tenga motivos y ganas de reír, y alimentarse de ella. Pero no lo hace. Y no lo hace porque secretamente la bestia está enamorada de la mujer.

Esto es una gran equivocación. Un grave problema. Su naturaleza le exige un alimento muy concreto: la risa de la humanidad entera, de sus mujeres, de sus momentos mágicos, de sus creencias, ilusiones, promesas y deseos. Se trata de tomar lo que le falta. Completarse en el otro lado. Arrebatar, quitar, desposeer, para tener. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Se quedará allí la bestia, plantada en la sombra, hasta consumirse de hambre y consumirse de amor? ¿Saldrá afuera, a la luz, revelando su condición y matando a su presa, a su amada?.

Una lágrima cálida resbala por su mejilla y cae en la palma de su mano. La mira. Mira sus garras duras y afiladas. Cierra el puño y aprieta fuerte hasta hacerse sangrar. Da un paso vacilante y su extraña forma sale de la sombra. La bestia se queda quieta en mitad de la habitación. La mujer está desnuda ante el espejo. Se dice que aun es deseable y se acaricia la piel. La bestia alza la mano para proteger sus ojos de la luz; para poder ver en el resplandor. En aquel momento se siente vulnerable, y no le importa. La mujer puede ahora ver a la bestia. No tiene miedo. Ni siquiera parece sorprendida por su aparición. Como si hubiera sabido de su presencia desde siempre. Tampoco parece avergonzada por su desnudez. Quizás esto mismo le conceda poder. Parece tener la situación bien controlada.-Ven. -le dice a la bestia. -Yo te conozco. No te aflijas más.

La bestia se derrumba. Cae de rodillas. La mujer le abraza en su cálida desnudez. Levanta su insólita cara y mira a los ojos del ser. No hay sonrisa en su rostro, pero la bestia se pierde en sus ojos y, por vez primera en su abyecta vida, ve algo que jamás había visto antes. No sabe ponerle un nombre. No sabe sentirlo. Le supera. Le destruye. La bestia cae muerta al instante. De sus fauces entreabiertas surgen mariposas, pajarillos y flores hermosas que flotan o echan a volar y que se escapan a través del espejo.

La mujer arranca la piel velluda a la bestia y se cubre con ella. Se acurruca en el rincón, en la sombra.

viernes, 14 de octubre de 2011

Sueños... (Cont.)


















9

Yo no podía correr. Como todos en el sueño. El monstruo enseguida llegaba a mi altura. Entonces había que luchar, y yo luchaba con todas mis fuerzas. Pero el monstruo se reía: todas mis armas se transformaban en objetos blandos: un cordón de zapatos, unas pinzas de hielo.


10

El edificio se desmoronaba. Se hacía añicos. Sus muros caían y se pulverizaban al chocar contra el asfalto. Todo el interior quedaba a la vista. Mejor no haber visto aquello. Aquella vida dentro.


11

Viajo al pasado. Pero no visito Egipto, Mesopotamia o el Far West. Vuelvo a mi infancia y paso el día observándome jugar cuando tenía ocho años.
Todo va bien. Me traigo a mi tiempo aquel juguete que tanto me gustaba y que un día perdi repentina y misteriosamente.


12

Soy un niño y estoy solo en la plazoleta. Es una tarde de otoño y el domingo resulta gris y ventoso. Espero. Lo que no espero es la súbita aparición: un par de hombres que visten abrigos de pieles sobre sus hombros, raquetas para caminar sobre el hielo en los pies y sus caras muestran largas barbas heladas. Me hablan en una lengua que no comprendo.


13

Hay un hombre bajo un paraguas negro. Brilla el sol, aunque es un sol negro. El hombre bajo el paraguas se aleja y después, cuando no es más que casi una visión borrosa, lo cierra. El sol se apaga y todo queda colgando de hilos o cordeles.


14

Veo la Gran Muralla China desde el espacio. Floto. Después me acerco un poco más. En ella vive un pueblo de miles. Se mueven de arriba abajo a lo largo de la muralla. Como una ola o un cardumen. Los llaman el Pueblo Ola.


15

Salgo a la calle. Hay una muchedumbre de niños en la plazoleta. No juegan. O juegan a reventar a palos a un pequeño gato. En cuanto reparan en mi presencia, me delatan y echan a correr tras de mi. Me insultan y cada palabra es lanzada con una violencia que al golpearme me muele los huesos. Huyo. Tropiezo, pero no dejo de correr. Me refugio en la escalinata de una basílica. En ellas hay una vieja loca berreando "Fluyan mis lágrimas" de John Dowland. Me derrumbo a sus pies. Los niños tardan poco en aparecer: escucho su griterío agudo y descompasado. Están sobre mí. Incomprensiblemente se detienen. La vieja loca les está hablando con su voz de tormenta. Ellos la rodean y después la abrazan.


16

Salgo a la calle. El asesino ciego ha notado mi presencia. Puede seguirme fácilmente aunque intente despistarle. Toma su pistola; la carga; apunta sobre mí y dispara. Los proyectiles son moscas, avispas, abejas, tábanos...

domingo, 9 de octubre de 2011

Sueños...






















1.

Estoy sentado junto a mis amigos en la parte trasera de un coche detenido en un parking o una plaza solitaria. Un hombre se asoma por la ventanilla y nos muestra una pistola. Otro personaje espera fuera. Se trata sin duda de un atraco. El hombre asomado dispara. Siento que la bala me penetra en la cabeza y que voy a morir. Sin embargo el ruido de la detonación no me hace despertar.

No tengo miedo. La vida se escapa de mi cuerpo, pero no es el fin.



2.

Me disparan otra vez. Lo hacen en el pecho en mitad de un restaurante o cervecería enorme.

Estoy en medio de un local con enormes bancos corridos y discuto con el dueño. Todo es una estupidez. Mis amigos y yo hemos estado riéndonos mientras bebíamos cerveza y esperábamos la comida. El dueño del local ha dicho que allí estaba prohibido reír. No lo puedo creer. Me indigno. El hombre se marcha y yo voy tras él. Él vuelve con dos de sus hijos o empleados y con una escopeta. Allí, en medio del local y sin mediar más palabras me dispara. Siento el plomo en el pecho y el calor de la sangre. Caigo. Muero. Sé que he muerto. Tengo plena conciencia de ello.



3.

No puedo subir a una colina. Por más que lo intento el terreno me rechaza. Se mueve a cada paso que doy, como si tuviera inteligencia propia, impidiendo mi avance. Cansado, me tumbo y la tierra me traga. Entonces entiendo por fin que no era necesario haber intentado dominar la colina.



4.

Ante la montaña, digo la palabra, y ésta desaparece.



5.

En una tarde de otoño camino por la ciudad. En el cielo se encienden muchas nubes rojas y se desata una tormenta de muertos. Cadáveres de hombres y mujeres que se estampan contra las aceras, las cornisas o los coches al caer. Todo el mundo huye despavorido. Yo mismo me pongo a cubierto en un portal.

La esperanza: una vieja loca se pasea sonriente con una rosa en la mano.



6.

Alguien lo ha depositado en la cuneta con el mayor de los cuidados. Lo ha envuelto en una sábana o sudario. Es el cadáver de un árbol. Las raíces han reventado el lienzo. Se asoman como órganos o intestinos petrificados.



7.

Atravieso en tren la llanura castellana. Miro distraído por la ventana las montañas en el horizonte. Fuera hay un hombre que sonríe. Está corriendo a la par que el tren. Me saluda, le saludo y se aleja diciendo adiós con la mano.
El sol se vuelve negro, pero no es un eclipse. Nada más se ha vuelto negro. Es la mano de un enorme niño dios que se divierte apagando y encendiendo los astros, como un chiquillo un interruptor.



8.

Desde las alturas veo una procesión de gente. Parecen divertidos, aunque evidentemente están asistiendo a un funeral. Los más fornidos de entre ellos portan un ataúd y se mueven al compás de una balada de jazz. En el féretro estoy yo, convenientemente muerto, y saludando a la gente con mi mano flaca. Mis párpados están cosidos y mi piel pálida tiene innumerables cicatrices.

Al llegar a un terraplén me tiran sin más miramientos.

lunes, 3 de octubre de 2011

Caminábamos como los vivos... (V)

















En el cuarto, el hermano mayor muerto trataba de matar al niño dormido. Se metía por los agujeros de la nariz o la boca abierta al respirar, y dentro del pequeño, intentaba asfixiarlo llenando sus pulmones de ectoplasma caliente o estrangulando su garganta. En última instancia se arrepentía y liberaba al hermano pequeño vivo. El niño lloraba y se despertaba envuelto en sudor y pesadilla. El padre se despertaba al oír el llanto y al precipitarse en la habitación oscura, el hermano mayor muerto se evaporaba de al lado de la cama. Se quedaba, vuelto transparencia, en cualquier rincón desde donde observar la escena: el padre abrazando al hijo y tratando de consolar su angustia. Él también lloraba. Y sus lágrimas invisibles caían al suelo enmoquetado y creaban una mancha indeleble.

El padre se acurrucaba junto al hijo, hasta que el sueño les vencía a los dos. Entonces el hermano mayor muerto recuperaba su forma de emanación y se escabullía hasta la otra habitación. Se deslizaba bajo el edredón y ocupaba el lugar del padre en el lecho, procurando no hacer ruido. No quería despertar a mamá.

Pero mamá no dormía. La madre vivía en una perenne ensoñación, desde que él muriera en el hospital, cuando al salir de cuentas el embarazo se complicó. No había podido superarlo y pasaba los días en casa conjurando su nombre, bebiendo, gritando al padre, o todo ello a la vez. Dedicada a funestos rituales domésticos.
Sin embargo su deseo de ser madre no mermó y, aunque ya no amaba al padre, pronto volvió a estar embarazada.

Antes de que los doctores le dijeran el sexo del bebé ella ya lo sabía, como no podía ser de otra manera. Y no de otra manera podía ser que la criatura se llamara igual que el hermano muerto. Y entonces le pusieron ese mismo nombre al nacer, y le acostaron en la misma cunita y le vistieron con la misma ropita que el hermano mayor. Y el niño creció llamado por su nombre, que era también el nombre de un difunto. Creció débil y enfermo, lastimero y gemebundo. La misma muerte canalla se veía en su rostro flaco, tan diferente de la salud. Espejo del infortunio. Laberinto de la calamidad.

La madre no pudo soportar su presencia y el hermano pequeño vivo pronto fue rechazado por ella. Tanto le aborrecía. Mamá se metió en la cama y no volvió a salir, sino para asomarse a la ventana y blasfemar crueles palabras y sortilegios. Para amenazar o forzar al mundo. Había vuelto a caer.

El padre se multiplicaba en sus esfuerzos: trataba de amar a su mujer, trataba de amar al bebé enfermo y trataba de amar sus recuerdos. No tenía mucho más. Y muchas veces se preguntaba consternado cuánto amor le quedaba, cuánto más podría dar. Se preguntaba si merecía la pena todo ello. Aun dormía en la cama junto a su mujer, pero jamás la tocaba. La madre le habría despedazado por haberle hecho salir de su ensoñación. Ella ya no tenía amor.




El padre se había quedado dormido, abrazado a su débil y enfermo hijo pequeño vivo. Soñando con montañas. El niño soñaba con caballitos de mar. El hermano mayor muerto ya no soñaba, él era soñado por la madre. Su nombre, como un hechizo, derruía las montañas, secaba el mar. La madre se giraba en el lecho y abrazaba la presencia maldita, esculpida en algo peor que la nada. Sobre escombros de delirios y desechos de una cotidianidad desintegrada.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VI)

















Su pensamiento era una máquina de matar. La cosa permanece encerrada en la cabeza, brillando, bombeando, golpeando, corriendo loca entre las circunvoluciones de la masa cerebral. Chasqueando entre las conexiones neuronales. Pero nunca hacía nada. Su pensamiento no le pertenecía. Ni sus actos, sus hábitos o sus sentimientos. Todo le pertenece a otro. A otros. Muertos. Vivos o medio-muertos, medio-vivos. ¿Puede entonces acaso elegir?
Sus ojos se encendían, pero no podía penetrar la piel de las cosas. La piel del mundo. Tenía que conformarse con habitar la superficie, lo obvio. Se consumía con un fuego que le agotaba. Enormes, brillantes bolas de pensamiento. Se deshacían en la corriente del pensamiento global. Oh, lo que hubiera dado por convertirse en el terrorista psíquico que vaticinaban sus papás. No era más que un Oscuro. Invadido de parásitos.

En el sueño es quien desea ser: asola la ciudad, pisa las nubes y desde allí orina a la incrédula muchedumbre. Elige cuidadosamente el papel que desea representar. Sin duda, sin equivocaciones.

Después despierta y desnudo frente al espejo ensaya sus ataques psíquicos. Pone caras, hace ¡zas! y amenaza. Profetiza Su Reino del Terror, pero pronto se cansa. Y se vuelve a tumbar. Desnudo no vale demasiado. Es el hombre sin Nada de Nada. Pero no lo sabe aprovechar.

Más tarde suena el teléfono y una voz le indica lo que hay que hacer. Allí lo tiene: el signo, el momento indicado. Cree haberlo comprendido. Y se asoma a la ventana y grita y un avión cae desplomado ¿Ha sido así? ¿Ha sido su alarido o una simple casualidad? Los transeúntes fingen no haberle escuchado. Es un loco más. Sin embargo el invierno ha comenzado.

Todo ello ha sido demasiado para él. Cierra la ventana y regresa al interior de su habitación. No es un chamán, no es un guerrero psíquico. Su pensamiento era una máquina de matar. La cosa permanece encerrada en la cabeza, brillando, bombeando, golpeando, corriendo loca entre las circunvoluciones de la masa cerebral. Chasqueando entre las conexiones neuronales. Pero nunca hacía nada. Su pensamiento no le pertenecía. Ni sus actos, sus hábitos o sus sentimientos. Todo le pertenece a otro. A otros. Muertos. Vivos o medio-muertos, medio-vivos. ¿Puede entonces acaso elegir?
Sus ojos se encendían, pero no podía penetrar la piel de las cosas. La piel del mundo. Tenía que conformarse con habitar la superficie, lo obvio. Se consumía con un fuego que le agotaba. Enormes, brillantes bolas de pensamiento. Se deshacían en la corriente del pensamiento global. Oh, lo que hubiera dado por convertirse en el terrorista psíquico que vaticinaban sus papás. No era más que un Oscuro. Invadido de parásitos.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (V)
















El sol, a primera hora de la mañana, da sombras y añade dramatismo; esto, lo sabe todo el mundo. Pero parece ser que no lo sabían en el pequeño pueblo del valle. La luz de la mañana había sido detenida en aquel lugar, y durante cientos de años se reflejó la misma hermosa luz en las aguas del tranquilo lago que bañaban sus campos y las vidas de sus gentes. Gentes ignorantes que, dominadas por el encantamiento, cayeron en esa sombra y añadieron el dramatismo a sus tristes existencias.

Lúgubres semblantes y torturados gestos podían observarse en éste amanecer eterno. Vivían sus vidas como espectros y por todos lados se escuchaban lamentos.

Lo habían conseguido, pero detener la belleza del instante en el amanecer trágico les había salido demasiado caro, entregados ahora a la hora del lobo; dando palmotazos, tratando de discernir entre la bruma.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (IV)





















El tiempo se había detenido en la casa. Un tiempo suspendido, roto, como el espacio. Un no-tiempo, un portal interdimensional, como marcado por el rascar de la aguja en un vinilo rayado. Clac, clac, clac, clac. Si abrían la puerta a la calle les saludaba un abismo o un Juego de la Oca. No la abrieron nunca más.

Podían sentir cómo eran observados desde el edificio de enfrente. Ojos escrutadores. Vigilantes. Mentes poderosas que invadían las suyas y proyectaban sus pensamientos contra la casa. Contra ellos. Contra sus vidas.
Si callaban y escuchaban atentamente podían oírlos reptar por la fachada. Y entonces corrían a cerrar las puertas y las ventanas. Aunque intuían que otra vez habían llegado tarde; que ya estaban dentro, materializados en la habitación. Al girar la cabeza, desaparecían. Y todo volvía a empezar.

¿Qué era aquello? ¿Cuándo había empezado todo ello? ¿El día que escucharon las palabras en la calle? ¿La voz que se dirigía a ellos y que parecía surgir de todas partes? ¿El día que los muchachos les atacaron y los perros les aullaron? No sabían decirlo con seguridad, pero sí sabían que si algunas palabras podían destruirlos, otras podrían curarlos.

A partir de entonces se integraron en la sombra. La aceptaron y aprendieron a comunicarse con ella. Cada crujido, cada chasquido, golpe, chirrido, susurro, cada signo, cada símbolo. Aceptaron que habían sido engullidos por el vientre del monstruo, por lo desconocido, y que, una vez muertos, podrían renacer. Tal era el precio que había que pagar.

Olvidaron los viejos tiempos felices. Naderías, insignificancias. Y entonces se materializaron sus enemigos: Los Niños Marcados. Allí, en el corredor de la casa, en las paredes... Ahora podían hacerles frente. Tenían el alfabeto. Se reconocieron a ellos mismos en los rostros de los Niños Marcados, a pesar de las muecas terroríficas y de las terribles cicatrices. Abrieron sus bocas y les hablaron y abrieron sus brazos y los abrazaron. Al instante los fantasmas se desvanecieron, dejando sobre el suelo un charco de perlas.

Entonces creyeron haberse liberado. Se miraron a los ojos y comenzaron otra guerra.

jueves, 22 de septiembre de 2011

De seres fantásticos... (XIII)





















Siempre fue mala. Una verdadera hija de puta.

Una vez su amante la invitó a besarse bajo las estrellas, pero éstas no acudieron. Ella se enfadó tanto que su grito abrió un agujero negro en el horizonte. Al muchacho se le cayeron las orejas y tuvo la mayor erección de su vida. Sin embargo la mujer volvió a rugir su enfado al ver su pene ridículamente pequeño. ¿Qué podía hacer ella con aquello?.

Excitada como estaba, tomó un trozo de noche y se lo estampó al amante en la cabeza. Él cayó al barro diciendo te amo, te amo, te amo.

Mientras decía aquellas palabras, ella le clavaba los tacones en el alma.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Formas del horror... (XXIV)















La noche era hermosa. La Luna llena iluminaba al mundo, brillando clara entre las montañas. Entonces lo vi, y mi entendimiento se negó a creerlo: el colosal ser surgido de las profundidades, que de un fabuloso salto se tragó el satélite. Condenando a nuestro planeta a una oscuridad eterna.

De seres fantásticos... (XII)





















El chico leía tan apasionadamente que cuando dejaba de hacerlo, por puro agotamiento, los personajes del libro se veían envueltos en un bucle. Teniendo que vivir la acción del párrafo abandonado una y otra vez. Hasta que aquel muchacho tan apasionado regresaba al libro y los liberaba.

martes, 6 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (III)





















Al final lo había hecho. Había preparado el baño con agua caliente y una vez dentro se había cortado las venas.
No había necesitado más ritual. No hubo velas, ni copas de cognac, ni notas de despedida. No había ya nadie a quien decir palabra. No hubo lágrimas.

El agua se tiñó de rojo rápidamente y rápidamente comenzó a sentir un dulce sopor. Se durmió. Y luego se despertó.
El agua se había quedado fría. Estaba helada y la mujer tiritaba. Ya no manaba sangre de las muñecas abiertas.
Se echó por encima una toalla y se deslizó vacilante hasta la cama. Se tumbó; tiritó un poco más; miró al techo, a su gato japonés de la buena suerte llamando con su brazo; miró al reloj; miró sus heridas; se debatió un rato en pensamientos que no podía asir. Y a la mañana siguiente se despertó. Todavía viva.

Lloraba. No había dejado de llorar toda la noche. Durante el sueño, agitado, y ahora en la vigilia. Comprendía muy bien qué había ocurrido, aunque prefería no pensar en ello. Ni mucho menos verbalizarlo.
Sólo había caminado un poco, como Parsifal, y sin embargo había avanzado mucho. Quizás demasiado.

¿Con quien podría compartirlo? Nadie lo entendería. De eso estaba segura. Pero ¿Y si todo había sido una equivocación? Una mera confusión de sentido. Un chiste extraño y cruel. No, había ocurrido. Lo había hecho. Kaput. Finito. Terminado. Y sin embargo ¿Qué había cambiado? Todo parecía igual. Las mismas sensaciones. El dolor, el dolor, siempre el dolor. Y el miedo. Entonces ¿De qué había servido todos aquello?.

Volvió a llenar la bañera de agua caliente. Volvió a meterse en ella. Volvió a cerrar los ojos. Volvió a despertarse helada.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (II)













Daba mucha penita verla. A la niña le había dado una especie de ataque, una parálisis cerebral. Algo extraño. Los padres se la habían encontrado en el pasillo: de pie, inmóvil sobre un charquito de orina y con los pies descalzos; el camisón blanco manchado de esa misma orina; los brazos flojos colgando como cuerdas; el cabello rubio suelto, sucio y sudado, se había vuelto blanco; la cabeza ladeada sobre el hombro, temblando en un interminable proceso nervioso -Esto era lo que más hacía llorar a la madre-. El rostro, lívido, los labios contraídos en una estrecha línea continua y los pómulos infantiles deprimidos. Lo que más hacía llorar al padre eran los ojos: unos ojos desmesuradamente abiertos, grises y rojos, miraban donde la mirada humana no podía penetrar, hacia un no-lugar. Sus ojeras eran moradas y negras y azules y convertían sus cuencas en cráteres o entradas al infierno. Las miradas ajenas que se posaran en ese horizonte de acontecimientos se perderían sin remedio como en un agujero negro.

La recluyeron en su cuarto con sus posters, sus muñecos, sus cosas, el obstáculo de su nuevo estado y el miedo.
La influencia de la puerta cerrada inundó la casa y todo se volvió lúgubre. Cegaron las ventanas. El susurro se convirtió en el lenguaje y los ataques de ira y llanto. La guerra psíquica. El acceso a oscuros rincones mentales. La vida en las esquinas.

Durante el día la situación todavía era tolerable: la niña yacía en el cuarto, la madre leía en su habitación y el padre bebía en la cocina. Al llegar la noche llegaba la caída. La chica comenzaba a levitar sobre la cama, la madre a cuchichear y murmurar su gorigori y el padre por lo general estaba ya demasiado borracho para enterarse de lo que pasaba.

Alguna de esas noches la muchacha aparecía en la habitación de los padres. Inmóvil, plantada delante de la cama. Mirándolos desde aquellos ojos perdidos. El dedo índice de su mano sobre los labios -¿Les estaba mandando callar? ¿Querría compartir un secreto?-. La cabeza, la cabeza era una batidora. La observaban en la penumbra. Estaban muertos de miedo. Su pequeño amor se había convertido en una quimera. ¿Qué era su pequeño amor?. Las manos palpaban el vacío y la oscuridad buscando la lámpara en la mesita. Una luz. Tanto necesitaban una luz. Y entonces era todo peor: entonces se cercioraban de que aquello era real.

Otras veces, cuando el hedor se hacía insoportable, la madre tomaba en brazos a la muchacha y la llevaba hasta el baño y la bañaba. Era el único momento en que no tenía miedo porque le recordaba cuando la niña era un bebé. Y el bebé le sonreía y estiraba sus bracitos regordetes para acariciar su rostro. La madre entonces le sonreía y le cantaba esperando que su canto rompiera el hechizo. Nunca lo hizo. Acariciaba el pelo de su hija y frotaba suavemente con jabón su cuerpo níveo. La ternura se apoderaba de ella y era entonces hasta capaz de mirar aquellos ojos que no se habían vuelto a cerrar. Y que ella no se había atrevido a volver a mirar.
Uno de esos días la niña comenzó a sangrar. La madre cesó su canto y miró sus manos rojas y gritó. La sangre manó como un río, un torrente, en profusión. Brotó de su sexo infantil, de su boca, sus ojos y de los poros de su piel. Y cuando hubo rebosado el baño, ya no sangró más. La madre resbaló, cayó en el líquido rojo y volvió a gritar. Creyó volverse loca. Quizás lo hizo en aquel momento. Aulló el nombre del padre y él vino y vio la escena y no dijo nada. Todo se quedó en el interior. Tomó el cuerpo de su hija -¿Era eso su hija?- y la sacó del baño y la llevó a su cuarto y la metió en la cama y cuando la madre dejó de llorar y de aúllar ambos la cubrieron con una sábana y la dejaron allí. Y la chiquilla volvió a sangrar durante la noche. Y por la mañana la sangre había empadado la sábana y formado una costra dura o postilla que envolvía el cuerpo infantil. Como una crisálida, como una ninfa.

Decidieron no volver a entrar en la habitación. Esta vez ya no. No volver a hablar de ello. Nunca más. Olvidar. Negar. Quizá así desaparecería.

Y desapareció. Días después encontraron la puerta abierta de la habitación. Y recordaron y hablaron de ello, en susurros, sin saber qué hacer, y volvieron a entrar atenazados por el miedo. El miedo a su hija querida, a aquello en lo que se había convertido su hija querida y a lo que no se habían sabido enfrentar. Pero la niña ya no estaba en la cama. No estaba en la habitación. Sólo encontraron la colcha manchada de sangre reseca y la sábana rajada. Se miraron sin comprender y sin encontrar comprensión en la mirada del otro. Nunca lo habían hecho. ¿Así que de éste modo acabó? Se dijeron, sin alivio, sin consuelo. Esta vez sin emoción.

No repararon en la sombra sobre sus cabezas.

sábado, 27 de agosto de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (I)
















Un hombre viejo encuentra una piedra en el parque, la recoge y la lleva a casa. Se pasa toda la tarde con ella en la mano y durante el duermevela trata de recordar algo indefinido, caliginoso como una neblina. Algo que, efectivamente, tiene que ver con esa piedra insignificante. No puede. Se duerme.
Al día siguiente vuelve al parque, como todos los días, y en el lugar donde encontró la piedra vuelve a hallar otra. Exactamente igual a la primera. La recoge. La mete en el bolsillo de su chaqueta. Se encamina a casa apoyándose en su bastón. En casa los recuerdos no llegan.
Pasan los días, siete. Ya tiene nueve piedras. Idénticas. Al décimo día descubre a un hombre de unos cuarenta ó cuarenta y cinco años depositando una de sus piedras en el mismo lugar. Sin embargo no dice nada, no actúa. Espera a que el hombre se haya marchado y entonces toma la piedra. Parece perplejo. No ha reconocido al hombre. No comprende.

Han pasado algunas semanas, un par de meses, y no ha vuelto a ver al hombre. No obstante las piedras no han faltado.
Una mañana vuelve a verlo: un hombre deja la piedra en el lugar de siempre. Sólo que no es aquel hombre de mediana edad. Este es un hombre más joven, de unos veinte ó veinticinco años. Sin duda se parecen, quizás sea el hijo del hombre. Decide mantenerse en silencio. Observando. Quizás vuelva el hombre mayor, y entonces le hablará. Entonces sabrá.
Mientras tanto las piedras se van acumulando sobre el escritorio del viejo. Son bellas. Pulidos cantos de río ovalados; grises y blancos como su pelo. Pero no hablan. No le hablen. No le dicen nada. No recuerda.

Ha pasado más de un año. Toda la actividad del viejo consiste en acudir al parque y esperar. Y recoger sus piedras, sus cantos. No sabe si desea saber. No sabe que desear. Todo está bien así.
El día de su cumpleaños -el día que cumple noventa años- vuelve a verlo. Es un niño. Deja la piedra en el mismo lugar de siempre. Entonces sale de su escondite y le grita algo al niño y gesticula. El chaval sale corriendo y se lleva la piedra.
El hombre viejo vuelve a casa. Una gran tristeza le embarga el alma. Hoy no tiene su piedra. Siente que algo se rompe en el continuo espacio-tiempo. Que algo se rompe en su interior. ¿Cómo es posible que algo tan insignificante como esas ridículas piedras sean tan poderoso? No sabe que responder. Se tumba en la cama vestido; pone boca abajo la foto de su esposa muerta y abre su ajado álbum de fotografías familiares. Entonces lo ve: ¡Es el muchacho que echara a correr! ¡Está ahí, delante de él! ¡Es él mismo sonriendo desde un retrato sepia en el parque!.

Ahora lo comprende: ha sido él siempre. No hay más que decir. Cierra el álbum. Cierra los ojos.

martes, 24 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (IV)

















La niña enferma yacía en la habitación. Calva, postrada y en penumbra. La luz era demasiado para ella. Sonreía con una mueca gris y amarilla. Miraba la ventana. La ventana era demasiado para ella.
Habían colocado allí su vieja muñeca. Calva, gris y amarilla. La muñeca asomada a la ventana. La niña enferma hablaba con la muñeca. Y la muñeca no decía nada. Miraba la calle y callaba. ¿Que otra cosa podría hacer una figura inanimada?

La niña enferma le preguntaba a la muñeca si veía llegar a la madre. Y ante el silencio en el cuarto, imaginaba oír el ruido de la llave en la cerradura de la puerta. Pero sólo era el ruido de la fiebre y la visión en la pared. La visión era gris y amarilla como la niña enferma. Era una forma grotesca. Así, diás y más días.

La niña enferma preguntaba a la muñeca calva a ver si veía a sus antiguos amiguitos, abajo, jugando en la calle. Hacía mucho que no venían a verla y seguro que habrían crecido mucho. La muñeca, evidentemente, no decía nada. La muñeca calva sólo miraba por la ventana.

La mamá casi nunca estaba y la fiebre regresaba. Todos los días, con la visión. Y la visión comenzaba a hablarla. Al principio la niña enferma se subía las sábanas hasta la boca y se cubría. Pero miraba con los ojos abiertos como mundos y preguntaba a la muñeca inmóvil. Y muda. Decididamente estaba muerta de miedo.

Un día comenzaron los golpes en la casa. Retumbaban en las paredes y en sus huesos y en sus nervios enfermos. Apareció una grieta en la pared. La cruzaba formando palabras en el papel pintado. Ella apenas sabía leer, pues había tenido que dejar el cole cuando comenzaron los mareos, pero trataba de descifrar el extraño alfabeto. Pronto no tuvo que hacerlo más, pues unos horribles gritos comenzaron a escucharse. Y la vieja muñeca gris y amarilla giró la cabeza, pero no dijo nada.

En cierta ocasión el padre vino a verla, pero no se quedó demasiado. Y al despedirse él lloró y ella atrapó una lágrima en su mano. A ver si era de su talla, por que ella hacía mucho tiempo que ya no lloraba. Ni siquiera cuando el padre y la madre discutieron y se insultaron en la puerta de la calle. Quería ver si le valía. Al menos estaba calentita.

Cuando la madre cerró de un portazo comenzaron de nuevo los golpes en la casa. Y el alfabeto y los gritos. Y comenzó la fiebre y la visión en la pared. Pero ya no tenía miedo. Las cosas vistas muchas veces pierden el poder de la sorpresa y se aprende a habitarlas.
La muñeca volvía a mirar por la ventana y tenía una lágrima en su cara. La niña enferma estaba muerta.

El alfabeto extraño en la pared mostraba el nombre de otros muchos niños muertos. Asomados a la ventana. Observando cuánto habían crecido los otros niños muertos.

viernes, 20 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (III)













Estaba cubierta de sangre. Desorientada y aturdida. Podía reconocer el rostro que reflejaba el espejo del cuarto de baño como su propio rostro, pero no lograba entender qué hacía allí. En el cuarto de baño. En su casa. Tenía que estar en otro lugar. Debía estar en otro lugar. Por eso se había escapado. Por eso había dejado a su marido y sus hijos.
Se tocaba la cara hinchada y los párpados hinchados y sentía un fortísimo dolor de cabeza y la nausea en la boca del estómago. Le decía cosas a la imagen reflejada. Sin demasiado sentido. Y al abrir la boca podía ver los hilillos de sangre en las encías y en los dientes. Se decía a sí misma que esto debía haber sido un accidente, después de todo. Estaba enfadada. Estaba muy enfadada.

Se tumbó en la cama con las ropas ensangrentadas y el cabello ensangrentado. Entonces se dio cuenta de que aun tenía el bolso aferrado a su mano. No tenía ni idea de qué estaba ocurriendo.
Los objetos de la habitación le eran todos familiares. Con esa familiaridad ajena de las cosas vistas mil veces. La lámpara china y barata de papel, manchada de cadáveres de mosquitos y polillas; el armario de Ikea cuyas puertas nunca habían encajado bien, la mesita medio coja y la cómoda heredada que siempre había deseado tirar. Nada en la habitación hacía juego o funcionaba, y reflejaba lo sórdido y mezquino de su vida.
Todo ello había hecho mella en su espíritu. El marido derrotado, que la culpaba de su propia falta de voluntad; los hijos imposibles de dominar, peores que los enemigos desconocidos. Pero estaba segura de que nada de eso le pertenecía ya. No podía recordar. Hacer que aquello tuviera un sentido, pero sabía, o más bien intuía, que todo aquello había acabado. Si no podía recordar, sería mucho mejor. De un modo u otro había dado con la clave de una nueva vida. Entonces se dio media vuelta sobre el colchón y rodó debajo de la cama.

El marido llegó y se desnudó y se metió en la cama y durante el sueño ella se plantó ante él. Y lo estuvo mirando durante un largo rato. Y después cogió los sueños de él y los metió en el bolso.

Al despertar el marido lloraba desconsoladamente sentado al borde de la cama. El primer pitillo del día entre sus dedos, convertido en ceniza. El primer aliento del día derrotado, dentro de su pecho. Y la cabeza, rellena de cebollas.
La mujer podía oírlo sollozar bajo la cama. Después salió, y mientras él se preparaba un café aguado con lágrimas, fue al cuarto de los hijos y metió el aliento de ellos en el bolso. Y cuando se levantaron ya no tenían voluntad y estaban cansados. Con un cansancio de dentro afuera. De venas y arterias tensadas. De peluche podrido. Después se abrazaron al padre y todos lloraron. Pasaron una semana entera llorando, con una melancolía brutal que decorada las paredes. Aunque no sabían por qué. Ni nunca se lo preguntarían lo suficiente. Mientras, la mujer se ocultaba tras las cortinas, en los rincones, bajo las mesas y bajo las camas, en las manchas de humedad, y les seguía hurtando los sueños, los nervios y el aliento. Todo lleno de sangre.

Un día el padre se derritió como una forma de cera sentado en el sofá, y los hijos dejaron allí la mancha. Porqué en ella había dos ojos que parpadeaban sorprendidos.
Ese fue su final. O no, a nadie le importaba ya. Por la noche la mujer los cogió y se los comió. Su sabor le pareció exquisito. Con sabor a hiel y nieve.
Por la mañana devoró a sus hijos. Sin violencia, sin poesía. No había nada más que hacer.

Jamás fueron felices ni llegarían a serlo, pero habían aprendido una valiosa lección.



Al despertar la mujer volvió al baño. Se desnudó y se duchó. Le costó quitarse la sangre del cuerpo. Después se miró largo rato en el espejo grande del armario de Ikea, y no consiguió ver ninguna herida. Aquello la confundió aun más, aunque ya le estaba abandonando la jaqueca.
En la cocina se preparó un vaso de vino. Entonces llegó el marido y, un poco después, sus hijos. La cena aun no estaba preparada.

Se encendió un pitillo. Aunque ella no fumaba.

Caminábamos como los vivos... (II)
















SEGUNDA PIEL

Se había enamorado perdidamente de la chica.
No se atrevía a decirle nada o a declararse. En lugar de ello le envió a su sastre.

La muchacha comprendió el mensaje. A toda prisa huyó de la ciudad, aferrada a un ligero equipaje.

martes, 10 de mayo de 2011

De seres fantásticos... (XI)




Sale a la calle y cada goterón de lluvia es como ácido para él. Su cuerpo se llena de agujeros. Sus ropas desaparecen, y tras ellas la piel.
El sonido del agua en los adoquines y los edificios son tambores lejanos que hacen volar su cabeza. Ya no tiene nada. Ni ropa, ni cuerpo, ni alma, ni sentimiento, ni recuerdo que los demás tengan de él.

Todo está bien. El repiqueteo, la danza de las gotas han acabado con él.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (I)





















Tenía más de sesenta años y vivía sola. Se había casado joven y se había ido a otra ciudad. Un sitio lejano. Tuvo tres hijos y su marido murió. Pronto.
Luego se casó de nuevo, y su marido trajo otro hijo. El marido también murió. Joven aun. Y luego murió el otro hijo. Y después, su propio hijo pequeño.

En la casa ya no se oían ruidos. Sólo el televisor.

La mujer solía levantarse por las noches, cuando la descomposición le agarraba la barriga. Lo hacía desnuda, porque así podía sentir su polla bamboleando entre las piernas. Eso le recordaba que aun estaba viva.

sábado, 2 de abril de 2011

De seres fantásticos... (X)





















Hacía treinta y cinco días que no dejaba de llover. Hacía treinta y cinco días que Toshiro no se movía de la plaza. Inmóvil, la cabeza gacha, la gabardina empapada, los brazos caídos y el ramo de flores derrotado.

Las parejas de amantes habían comenzado a dejar a sus pies pequeños presentes, lazos de colores o mensajes de amor. Creían que Toshiro era algo así como una nueva especie de santo. El primero de un futuro esperanzador. El futuro de un mundo sumergido, de una humanidad inmóvil, de amantes viviendo bajo paragüas, de nuevos santos extraños.

Entonces alguien vino y disparó a Toshiro por la espalda. Dejó de llover y el mundo se detuvo. Desaparecieron los regalos y los lazos. Los mensajes de amor se atomizaron y se incrustaron en el tejido del mundo.

Toshiro echó a andar y una vez en su pequeño apartamento se metió en la cama.

viernes, 1 de abril de 2011

Mapa de la ciudad...


















Gusanos grises circunvalan la ciudad. Dragones en las azoteas de los edificios. Pirámides invisibles.

Esos mismos edificios presentan las manchas de la maldad. Cualquiera puede verlo.

Los solitarios transitan los gusanos. Y cuando regresan a sus edificios siguen sintiéndose solos. Y se asoman a la ventana. Y desde allí dejan caer la ceniza de sus corazones.

Abajo, hay otros hechos de ceniza que añoran el barro que fueron.

Todo está bien atado. Los oscuros hombres son incapaces de escalar las pirámides. Su ojo es un órgano incapaz.

De seres fantásticos... (IX)





















La negociación está bloqueada. Se lo dicen. No lo comprende. Pero comprende que va a morir. Entonces es cuando de verdad lo pierde todo.

No es que ya no valga nada. Es que nunca ha valido nada.

Respira. Bufa. Está esposado a una viga. Se transforma en una cucaracha, un insecto. Se salva.

Formas del horror... (XXIII)

















El golpe de un cubierto sobre la mesa. A su alrededor, silencio. Y unas miradas que no miran, sino para adentro. Algo pasa por el espacio entre el techo y las cabezas.

Podría sonar un piano. Pero sólo suena la rotación del planeta.

Micropulp... (IV)

















Un ventanuco en el sitio indicado es un acceso al infierno.

De seres fantásticos... (VIII)





















Muerto en una habitación ridículamente pequeña.

El escritor le sacaba punta a todo. Y tenía fantasmas guardados en una caja. De vez en cuando se desencajaba la cabeza y se la sacaba y la ponía en la mesita a descansar. Y se tumbaba con el resto del cuerpo en la cama, y a veces en el suelo, como remontándose generaciones atrás.

La verdad sea dicha: todo sea en nombre de la emoción.

Kaputnik...






















Cuando volvían los astronautas, los refugiaban en Hoteles. Cuarentena decían. Decían que había que ver. Les ponían en Otro lugar parecido a La Luna. Les ponían Putillas & Drogas. Y los astronautas comenzaban a Escribir poesía. Y eran bellos poemas. Sobre Cosas que Nadie había visto. Ni llegarían a ver. Y lloraban por ello. Luego Lloraban por Esto Y Por Lo otro. Las putas lloraban sobre sus penes Tiesos. Después se las chupaban.

Ellos eyaculaban pequeñas eyecciones de Rocas lunares.

Formas del horror... (XXII)


















El niño está bajo la cama. Pasa horas enteras bajo ella. Contando los muelles del colchón.
De vez en cuando, pasan por su campo de visión Terribles Patas Y Pezuñas.
Algunas veces es su papá, otras su mamá. Otras veces es un abejaruco

jueves, 31 de marzo de 2011

Formas del horror... (XXI)






















El interior es mayor que el exterior. El contenido que el continente. Ya no le extraña nada. Son ya demasiados años de perseguir sombras. Señales tan pequeñas como guijarros. Todo el río está lleno de ellos.

Coge la pistola y apunta al cielo; apunta al frente y después dispara hacia el interior. Quiere acabar con todo ello.

Una bala no basta. La serpiente lo consuela.

De seres fantásticos... (VII)





















LA BESTIA


Arde.
Arde.
Arde.
Arrastra una lápida por el
barro de la imposibilidad.
En ella está escrita la palabra.
Naves estelares cruzan el cielo
Y él levanta la cabeza.
Pero está muerto.
Ya no sabe nada más.

El Infinito muere en el límite
de su cuerpo.

martes, 29 de marzo de 2011

Formas del horror... (XX)

















En los primeros días de primavera uno va y se asoma a la ventana del tragaluz y se fuma un pitillo y las gordas gotas de lluvia caen y él piensa que ya estaba a salvo del invierno. Y entonces empieza a invadirle la sensación de que no. De que a salvo se está a lo sumo una ó dos veces en la vida.
Se traga lo que le queda de la cerveza. Apura el cigarrillo y baja de malos modos la guillotina de la ventana. Unos ruidos guturales salen de algún piso allá arriba.
Ya da igual. La luz de la farola se cuela en su casa y todo parece espectral.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Crónicas secretas de artistas geniales... (II)





















LA DESILUSIÓN DE RENÉ DAUMAL

René Daumal, el más secreto de los poetas franceses, toma el revólver que le entrega su amigo Gilbert-Lecomte. Lo mira por unos segundos. Abre el tambor e introduce un único proyectil.
Blanco y negro y blanco y negro.

-¡Atención! -dice. -Quiero eseñaros a morir. -Añáde, y levanta el arma mostrándola a las personas convocadas. Todos amigos y poetas.
Respira profundamente por la nariz al estilo yóguico, y tras relajar su cuerpo continúa diciendo: -¡Cerrad los ojos, apretad los dientes!. -Les dice, al tiempo que hace girar el tambor del Colt.

Lleva el arma a su sien derecha y, sin mayor teatro, aprieta el gatillo y dispara. ¡Clac!. No hay detonación. René Daumal abre los ojos: -¡Ya veis, no es nada difícil, no hay en esto nada asombroso!. -Les habla desde el vértigo y la altura que procura la experiencia, pero sin pontificar.
Toma otra bala; la mete en el revólver: -Negro y blanco y negro y blanco. -Vuelve a hacer girar el tambor para no saber dónde ha quedado el proyectil. Dispara otra vez sobre sí. ¡Clac!. El gatillo vuelve a percutir sobre vacío.

-Ya veis que pronto se aprende. Os hablo sin amor, y sin embargo bien sabéis... Hace esta vez una pausa teatral para que el silencio subraye la verticalidad de la experiencia mostrada y la vigilia verbal. -...Hay que llevar la evidencia hasta lo absurdo.

Hay que llevar la evidencia, ha dicho, y coge tres balas más.
-Blanco y negro y blanco y negro y negro y blanco. Las introduce en el arma.
-Si nuestras almas cambiaran sus cuerpos... -Gira el tambor. -...nada cambiaría.
Alza el revólver. -...por lo tanto no habléis más de cuerpos y almas. Lo coloca en su sien. -Blanco... Aspira -...negro. Dispara. ¡Clac!. -Es lo único que podemos concebir unido. Baja el revólver. -¿No es cierto que no hay en esto nada trágico?. Deja el arma sobre la mesa.

Se levanta. Bebe un trago de absenta. -Os hablo sin pasión. -Dice, y les apunta con el dedo. -Blanco, negro, blanco, negro. -Les suelta y luego chasquea la lengua. -¡Clac!. Le está devolviendo a la poesía su carácter de aventura metafísica.

-Es mi eterno grito de moribundo. Ese grito blanco, ese agujero negro... Se levanta y recoge su abrigo. -¡Oh! No entendéis nada, ni tampoco existís. Abre la puerta. -Yo me encuentro solo para morir.

Roger Gilbert-Lecomte mira a Rolland de Reneville. Entienden que acaban de presenciar la desilusión de un hombre que se resiste a ser moldeado sólo por el ensueño o la fantasía y que, en última instancia, únicamente responde a los designios de una más alta magia.

Crónicas secretas de artistas geniales... (I)




















ESCENA DE RAIMUNDO LLULL Y AMBROSIA


No sabía qué hacer el joven Raimundo Llull para conquistarla. Aquella mujer le traía por el camino de la amargura, estaba perdidamente enamorado de ella. No sabía.

Casada Ambrosia como estaba con un noble mallorquín, fue lo suficientemente virtuosa como para resistir los halagos, las asiduidades y los coqueteos del futuro filósofo, monje y cabalista. El deseo de El Doctor Iluminado.


Frisaba ya los treinta y el noble Llull comenzaba a estar cansado de excesos, de licores embriagadores y de placeres carnales fáciles, que nada dejaban en su alma. Únicamente tenía pensamientos para aquella dama que pertenecía a otro hombre. No cejaba en su empeño de tener comunión carnal con la mujer, enamorarla y hacerla suya, pero no podía; no encontraba la llave que abriera la puerta del amor de la señora. Entonces aullaba por las noches al cielo maldiciendo su mala estrella. Él, que todo lo había probado y conquistado, que todo lo tenía, no podía conquistar a una simple mujer. ¿Por que Dios le había señalado con el dedo del infortunio y el desasosiego amoroso? ¿Por que era tan cruel?.


Mas un día, que él creyó divino y venturoso, recibió la llamada de Ambrosia. Llull imaginó el cielo abierto a sus deseos. Por fin, El Señor de los Universos, había aceptado sus ruegos y le entregaría a la virtuosa amada. Se vistió sus mejores ropas, perfumó su cuerpo y acudió presto a lo que él creyó una cita amorosa.


Ambrosia le había emplazado aprovechando la ausencia de su esposo y ordenó a los sirvientes dejarla sóla en la casa.

Pronto comenzaron los halagos y las palabras de amor infinito del ardoroso Raimundo, y pronto quiso estrecharla entre sus brazos. Sin embargo, ante su pasmo, la dama volvió a rechazarlo y esta vez con mayor violencia, si cabe. Lo apartó de sí de un empellón. Ahora sí que estaba confundido, confundido y trastornado.


Mas aun no habían acabado las sorpresas. -Espere, espere ahí, Raimundo, que lo que tanto se desea bien merece la pena hacerse esperar. Esperar por ello un poco más. -Le espeta la mujer. Él palidece, muerto de voluptuosidad. Acto seguido comienza ella a desvestirse. La sonrisa vuelve al rostro de Llull, quien se prepara para disfrutar de la ceremonia erótica y sensual, de ver desnudarse al objeto de su deseo. -Por mí como si dura este momento mil años. -Parece pensar para sus adentros el galán.

Ambrosia deja resbalar su rojo vestido de terciopelo, que cae al suelo cubriendo sus pies. Raimundo Llull no puede apartar la mirada del cuerpo de su amada, a quien ya imagina suya.

La mujer comienza a desabrocharse los botones de su blusón. Uno, dos, tres, cuatro. Y cuando le es posible deshacerse de la prenda, le muestra sin pudor ni vergüenza a un absorto Llull sus senos.¡Oh, catástrofe! esos senos tan deseados son unos senos enfermos, corroídos por el cáncer. Entonces le dice: -Mira, Raimundo, mira la fealdad de este cuerpo que ha conquistado tu afecto y con el que tanto has soñado y deseado. ¿No habrías hecho mejor en dirigir tu amor hacia Jesucristo, del cual puedes recibir un premio eterno?.

Al punto Raimundo Llull cae al suelo mientras se lleva las manos a la cara, llorando desconsoladamente. Ambrosia vuelve a vestirse con sus ropajes y acto seguido hace llamar a los criados del abatido Raimundo, quienes lo toman y lo retornan a su hogar a bordo de un carruaje.


Ya en el hogar, nuestro futuro filósofo alquimista, es presa de una terrible crisís y una gran agitación nerviosa. Le cuesta dormir y sus sueños se tornan pesadillas infernales. Durante el día no habla y apenas come, semejando un alma en pena escapada del purgatorio y preocupando a sus seres queridos y sus sirvientes.


Todo ello ocurre durante largo tiempo, lleno de incertidumbres y malos presagios. Hasta que el sueño viene a liberarlo y en él tiene una visión: Jesucristo le señala con su dedo y le dice: -Raimundo, en adelante sigueme. Y a partir de ese momento el futuro Doctor Iluminado jura consagrarse a la gloria de Dios.

lunes, 14 de marzo de 2011

Formas del horror... (XIX)


















En los espejos viven cosas que fueron deseadas demasiado.

En los días soleados, cuando el sol cae de plano, los espejos se abren y uno puede meter la mano y puede coger lo primero que toque. Será para él. Pero nunca hay que ir demasiado lejos y meter la cabeza o el cuerpo entero. Uno quedaría atrapado en él y habría que esperar a que otro consistiera en dar su realidad o su vida a cambio.

jueves, 10 de marzo de 2011

El rayo (a modo de guión para corto en barco nocturno)...
















I

Noche cerrada en alta mar. Las olas. La luna llena que va inundando la imagen con su blancura. Se escucha una voz en off:

"Este mundo se nos da como un enigma a resolver. Toda mi vida, mis actos y mis pensamientos -los momentos extraños y desordenados- los he dedicado a resolver el enigma..."

Una luz muy blanca inunda los rostros de Z e Y, como si estas imágenes pertenecieran a un pasado remoto, quizás inexistente. Aparecen muy felices, bebiendo y disfrutando.
En escena aparece Y, lanzando pétalos de flores por la borda. Mientras esto ocurre se escucha el resto del mensaje en off:

"...A veces creí acercarme lo suficiente, pero entonces todo se embutía en una penumbra ardiente -algo privado de sentido- . Un vicio absurdo: La fuerza de voluntad entregada a hacerlo todo mal. El error del que es presa el hombre me parecía trivial, solo algo que molesta e irrita... Para mí solo quedaba el tiempo solapado. Una pesadilla era mi verdad.


II

Z aparece en el camastro de su camarote, envuelto en una semioscuridad. Sólo su rostro se ve brutalmente iluminado, parece dormido o muerto.


III

Un extenso corredor o pasillo, estrecho, flanqueado por innumerables puertas cerradas. Es el pasillo de un barco de pasajeros, pero bien podría ser el pasillo de un hospital o un manicomio futurista. Z camina por él. El corredor se comunica con otros; parece interminable. Después: más puertas cerradas, recodos, escaleras que suben y que bajan y otra vez el interminable pasillo.
Al fondo, una nueva puerta cerrada, no hay más salidas. Pocas opciones: la puerta cerrada o el pasillo otra vez. Empuja la puerta, la golpea. Al final cede y entra.


IV

Z cae de bruces en una habitación, que parece un desvencijado gimnasio. Hay un grupo de personas corpulentas (Los Hombres de Azul) formando un círculo en esa habitación; al oír el alboroto se giran hacia Z y lo sujetan y zarandean mientras gritan. Le llevan en volandas hacia otra puerta y empujándola le arrojan al interior de otra habitación donde se encuentra X.
X está sentado en una silla de ruedas y le acompaña una bella e indolente rubia, que permanece de pie junto a él sujetando una bandeja. X habla con severidad, muy seguro de su conocimiento. Invita con un gesto a Z ha acercarse a él:

X- (En voz baja e imitando a los trágicos) ¡Nadie ha de seguirte aquí a escondidas! Tu mismo pie ha borrado el camino detrás de ti, y sobre él está escrito: imposibilidad.

Z- (No habiendo entendido nada) ¿Qué?

X- (Sin perder la postura y en un tono no muy alto) ¿Tienes miedo?

Z- (Calla, no responde).

X- (Un poco más alto). No me gusta repetir las cosas, me cansa hablar. ¿Tienes miedo?.

Z- (Esquivando la pregunta). ¿De qué tendría tener miedo?.

X- (Hace un gesto para que Z se acerque). Me cansas, pareces una mula. (Cogiendo a Z por la cabeza le dice al oído:) Tendrías que tener miedo de lo que no comprendes. También tendrías que tener miedo de lo que empiezas a comprender.

Z- (Retrocede y trata de disimular su angustia). Entonces de que vale preocuparse.

X- (Mirando a la rubia a los ojos -ella le mira a él-). Porqué tu pensamiento te pide a gritos comprender. Ya ves, un vicio más.

Z- (Cansado ya de la situación). Entonces estoy perdido.

X- (Con un gesto de afirmación). Estás perdido.
Z- (Queriendo saber). ¿Dónde estamos?.

X- (Acurrucándose en la silla de ruedas). Ya lo he dicho antes: tu mismo pie ha borrado el camino detrás de ti.

Z- (Permaneciendo en pie). Y eso ¿de qué me vale?.

X- (Incorporándose levemente). A mi no me importa de que pueda valerte. La búsqueda de la verdad no es mi fuerte. Mas que la verdad, el miedo es mi vicio, lo que busco y deseo: el miedo que abre un vértigo, el que alcanza lo ilimitado del pensamiento. Eso es lo que me exalta. ¿Y hasta dónde te toleras tú?.

Z- (Ignorando la pregunta). ¿Entonces por qué estoy aquí?.

X- (Muy parco). Tú has hecho que así sea.

Z- (Rápidamente). ¿Qué he hecho yo?.

X- (Parco todavía). Deseas lo que tengo para ti.

Z- (Irritado). No quiero nada de ti, solo quiero marcharme a mi casa. Estoy cansado de todo esto. No te conozco.

X- (Con un gesto del índice hacia Z). Pues entonces pon toda la maquinaria a funcionar y deja de compadecerte.

Z- (Definitivamente harto). Dame lo que tengas para mí.

X- (Hace un gesto y en la bandeja que porta la chica rubia aparecen una carta y un paquete). Toma, no lo abras todavía, cuando estés sólo.

Z- (Toma lo que le entregan, pero aún queda una pregunta). El miedo, sí; pero ¿el miedo de qué?.

X- (Apareciendo por la espalda de Z). Evidentemente, el miedo de NADA.






V

Z de nuevo en el pasillo, ahora más oscuro y tenebroso. Comienza a caminar y, picándole la curiosidad se sienta en unas escaleras para abrir el paquete y la carta entregados por X. Cuando está a punto de abrirlos, aparece uno de los hombres de X que le golpea desdeñosamente en la cabeza y le quita la carta y el paquete, le señala con el dedo y le hace un gesto desaprobatorio; se los arroja con desdén y le dice: "¡Eso no se hace!". Y desaparece.
Z se levanta y sigue caminando, habiendo recogido el paquete y la carta. Al cabo de un rato y comprobando que nadie le sigue trata de abrir nuevamente lo entregado por X. Un segundo hombre aparece y le espeta: "¡Eso no se hace, todavía, tío!". Le empuja y le lleva hasta una puerta, le abandona.






VI

Z se encuentra en el exterior, oscuro y frío. Barandillas, puertas cerradas, escalinatas y la oscuridad le rodean. El viento arrebata a Z la carta, corre tras ella. Un hombre sujeto a una barandilla le grita: "Por allí va, por allí". Z corre, sube más escalinatas y llega a una plataforma rectangular donde se encuentra con una mujer que dirigiéndose hacia él le muestra la carta que ha recogido. Z coge la carta de manos de la mujer, mirándola con desconfianza. La mujer forcejea por unos segundos por la carta y le dice: "¿No me reconoces?". Mientras le abraza y trata de besarle. Z trata de zafarse de la mujer, le resulta en sumo grado desagradable, pero ella le sujeta con fuerza y le continua diciendo: "¿No me reconoces?. Yo a ti te conozco. ¿Dónde están aquellos rayos de sol? Yo a ti te conozco". Pero Z se zafa y huye por una puerta comunicante a un pasillo. La mujer le sigue (parece muy impresionada) y le grita: "¡Soy tu madre, aunque no lo creas, soy tu madre!". Z se detiene, vuelve sobre sus pasos, llega a la altura de la mujer y le dice:

Z- (Desafiante) Demuestra lo que dices.

Mujer- (Sin dejarse sorprender). Tú ya lo sabes, aunque no lo creas.
Aunque yo no dé el tipo, ni me hayas imaginado así.

Z- (Continúa desafiante). Nunca te he imaginado de ninguna manera, nunca he tenido madre.

Mujer- (Tratando de parecer cariñosa). Todos tenemos una madre, aunque ella esté perdida.

Z- (Continúa el desafío). ¿Por qué insistes? Y si tanto insistes ¿por qué no me lo demuestras?.

Mujer- (Muy seria). Te lo demostraré. (Y la mujer, abriendo la mano de espaldas, le muestra a Z algo que nosotros no vemos).

Mujer- (Continúa de espaldas). Ves, soy tu madre.






VII

La mujer mira por una ventana con gesto ausente, mientras Z permanece en pie junto a ella, que le dice:

Mujer- (Decididamente cariñosa pero sin dejar de mirar por la ventana). No estés decepcionado mi cielo, he sufrido mucho, todos hemos sufrido mucho... aunque hubo un tiempo mucho más feliz, como cuando conocí a tu padre ... el más bello ángel.






VIII

-La misma mujer veintitantos años antes, vestida con alegre conjunto dorado mira por una ventana con gesto ausente (en realidad el mismo sitio y la misma ventana -mismo plano-).
Una música va tomando cuerpo y cuando comienza a sonar una divertida melodía, por un largo pasillo se acerca, bailando graciosa y chulescamente un apuesto galán vestido impecablemente; sonríe maliciosamente y en sus espaldas asoman dos pequeñas alitas. Repara en la mujer y se dirige hacia ella:

Galán. (En francés). ¿Quieres que te lleve al cielo conmigo?.

Mujer-(girándose y sacada de su absorción). Perdón, ¿Cómo dice?.

Galán- (En español y pícaramente). Perdón señorita, no pude dejar de mirarla. Usted brilla. Usted es como un rayo de sol. Usted es como las burbujas del champán.

Mujer-(Sincera y divertida). No me haga reír, quizás una gaseosa. Y se lo digo esta noche, que estoy borracha. He bebido güisky, y el güisky siempre me pone sincera; no lo puedo evitar. El Margarita me pone audaz, el Tequila Sunrise me pone melancólica, el Destornillador me desatasca... pero el güisky me pone sincera, no te hagas líos, sincera.

Galán-(Siempre en español). Pues, quizás, el champán te ponga de otra manera. Normalmente a mí me pone cachondo.

Mujer-(Asintiendo). Normalmente a mí me pone cachonda.

El galán levanta la mano y chasquea dos dedos.






IX

Dos copas de champán sobre una mesa; la música de unos violines se oye con claridad. Los amantes recogen las copas, sonríen, brindan y beben.
Una cantante, de aspecto frágil y decadente, comienza a cantar la melodía, a su lado un pianista con un parche en un ojo. Los amantes aparecen bailando, giran y sé ríen. Todo sé va llenando de burbujas de champán.



Sé Que Llorará (para cantar con la música de Un Homme et une Femme)

Mi amor, sé que llorará
Sé que él llorará
Ríe, pero él llorará
Sé que él llorará
Lo que amaste lágrimas serán
Lágrimas serán
Como un cisne por última vez llorará

Perdido está
Mi amor perdido está
Perdido está
Lo que dijimos también se perderá
Oh, si sé que se perderá
Y nuestro corazón también morirá
Oh, si morirá
Porqué mi amor perdido está

Cuando tú comiences a llorar
¡voila! En estos ojos te perderás
Adiós, adiós, hasta más ver
En un reflejo el mundo miente
Y tú perdido estás

Lágrimas para ti y para mí
Lágrimas para ti y para mí
Para ti
Para mí.






X

Nuevamente Z y la mujer. Ella comienza a hablar:

Mujer -(Melancólica). Pues si hijo, ese era tu padre... un ángel o quizás un demonio. Pero no te hagas líos, a veces da igual.

Z -(Como resignado). ¿Qué quieres decir?.

Mujer -(Volviendo a mirar por la ventana). Que es mejor haber hecho que no haber hecho, y que es mejor no haber hecho que haber hecho.

Z -(Un tanto decepcionado). ¿Eso es todo lo que querías decirme?.

Mujer -(Con la vista puesta en la ventana). Hay muchas más cosas, no te hagas líos, aunque a veces parezca que no hay nada. Pero márchate ahora, que ya sé que tienes cosas que hacer...

La mujer está diciendo esto cuando aparece W por el pasillo, vociferando y gesticulando...






XI

W, muy nervioso, fumando sin parar y gritando a la mujer, a través del micrófono en su garganta (su diálogo será en todo momento subtitulado): "Tú has perdido la memoria, eh, ¡has perdido la memoria!. Eres una vieja burra, eh, que rebuzna con el contacto humano, eh, ¡el contacto humano!. Ya no sabes nada, eh. Vuelve a tu país a morir, eh, ¡a morir!". Agarra con fuerza la mano de Z y tira de él: "Vamos, vamos, eh, vamos, llegamos tarde, ya están todos allí, eh, ¡ya están todos allí!.
Z y W han abandonado a la mujer. Caminan con prisa por un nuevo pasillo (W tirando de Z) mientras se entabla una conversación:

W -(Haciendo un gesto de complicidad y chasqueando la lengua). Menos mal que he aparecido, eh, ¡menos mal!.

Z -(Con un gesto de desprecio). Sí, menos mal.W -(Deteniendo a Z). ¡Oye, eh, oye!. Que yo solo quiero echarte una mano, eh, ¡solo quiero echarte una mano!.

Z -(Cogiendo por el brazo a W). ¿Sí?. Pues dime de que va todo esto.

W -(Zafándose y tirando de Z). Esto va de un grupo de gente jugando, eh, ¡jugando!.

Z -(Indiferente). No me refiero a eso.

W -(Sin mirarle). Pues no sé a que te refieres, eh, no sé a que te refieres.

Z -(Volviendo a coger por el brazo a W). Si no sabes de que te estoy hablando no te necesito para nada, eh, ¡para nada!.

W -(Cambiando de semblante). Mira, cuando yo era pequeño oía la voz de mi madre en las mañanas, eh, ¡en las mañanas!. Y al despertar apretaba los puños tratando de agarrar lo que aún quedaba del sueño, eh, ¡lo que quedaba del sueño!.

Z -(Enfadado y zarandeando a W). ¿Pero que estás diciendo?. No me importa una mierda tu vida.

W -(Mirando desafiante a Z y gesticulando). ¿Sí?.. Pues haces muy mal, eh, ¡haces muy mal!. Toda la gente es importante, eh, y quien menos te lo esperas te puede dar una sorpresa, eh, ¡dar una sorpresa!.
(En este momento W enciende un pitillo y le da un par de caladas, después saca un pañuelo de su bolsillo y limpia el aparato en su garganta; mira el pañuelo, lo guarda y vuelve a dar una calada mientras continua diciendo)... Deberías aprender a escuchar, eh, y fijarte en lo que ves a tu alrededor y lo que te cuentan, eh, ¡lo que te cuentan!.

Z -(Volviendo a empujar a W). Pues entonces sigue, pero rápido, tu manera de hablar me agota.

W -(Maliciosamente y tratando de parecer severo). ¡Mi manera de hablar! eh, ¡mi manera de hablar!. Joder, joder, joder. Eres muy prepotente, eh, muy prepotente. Quizás aprendas algo, eh, ¡quizás aprendas algo!... Lo que acababa de soñar no me parecía, eh, menos verdadero que la vigilia a la que terminaba de despertar, eh, ¡terminaba de despertar!.

Z -(Un tanto interesado). Sigue

W -(Oyéndose su voz en una imagen en negro). "Date prisa vas a llegar tarde, ¡vas a llegar tarde!". Me decía mi madre, eh, ¡mi madre!...Y yo, eh, ¡yo! Le gritaba pidiendo responsabilidades, eh, ¡responsabilidades!. El sueño, eh, el sueño me había sumido en otra verdad, eh, ¡me había sumido en otra verdad!.
-Mientras W dice esto, en un flashback aparece él en su antigua cama, su madre le despierta: "Date prisa, vas a llegar tarde, ¡vas a llegar tarde!" Mientras W grita pidiendo responsabilidades: "¡Vieja burra! ¿Cómo me vas a recompensar? ¿Quién te ha dado permiso?" y cosas por el estilo.

Z -(Sacando a W de su trance). ¿Y entonces?.

W -(Mirando a Z). Entonces, eh, entonces yo ya había podido saber, eh, ¡podido saber! Que la fuerza del sueño siempre exigía una explicación, una continuación, eh, ¡una continuación!. Que el sueño cuando choca con la realidad, es quien prevalece, eh, ¡quien prevalece!. Y es de la realidad de quien se tiende a dudar ¡es de la realidad de quien se tiende a dudar!.






XII

Z y W aparecen delante de una puerta guardada por una bella mujer tocada con un sombrero vaquero. Hace ruido golpeando la pared con un hierro. W se adelanta y dice:

W -(Dando un paso). Aquí es, eh, aquí es.

Vaquera -(Consintiendo y en voz alta). Tú puedes pasar (Y acercándose a W, en voz baja)... Pero ¿Quién es este? ¿De qué va?.

W -(Con un gesto de complicidad). ¿Tú quien crees que es, eh, quien crees que es?.

Vaquera -(Mirando por un instante a Z). Es posible. (Acercándose a Z le dice). ¿Qué es aquello que algunos no tienen y les hace fuertes?.

Z -(Estático y sin perder la mirada de la Vaquera). ¿Qué es? Yo no lo sé.

Vaquera -(Se pega a Z. Le olisquea como un animal). Tú todavía lo tienes... y eso te hace débil.

W -(Interrumpiendo la escena). Vamos, eh, vamos, déjalo pasar, eh, déjalo pasar. ¿No ves que lo desea, eh, no ves que lo desea?.

Vaquera -(Al oído de Z). ¿Lo deseas?.

Z -(Dudando). No lo sé.


Z y W bajan por unas escalinatas. Al fondo se puede ver un grupo de gente vociferando. Están entregados por completo a un extraño juego: lanzan unos dados que carecen de puntos; el que pierde es insultado y vejado por el resto de participantes. Todos pierden, todos son insultados; pero aún así se lanzan al absurdo juego como si fuera lo único en sus vidas. W y Z se han integrado en el juego, el primero lanza los dados, pierde y es insultado. Llega el turno de Z . "¡Eh, tú, lanza los dados, prueba tu suerte!". Le gritan. Z lanza los dados y al golpear el suelo se puede ver en ellos unos puntos. Murmullo general, sorpresa, callan no comprenden; los dados en el suelo. Solo uno de ellos se levanta. "Eh, tú, vete de aquí. Aquí no tienes nada que hacer. ¡Aquí no tienes NADA que hacer!".
Z se marcha. Todos le siguen con la mirada, como si desearan no haberle conocido jamás, como si estuviera maldito. Z alcanza una puerta, después otro pasillo, otras escaleras.

El grupo sigue jugando y gritando. Uno se levanta, va hacia la cámara, grita: "No deberías acercarte a la gente, tienes una idea muy equivocada de todo esto".






XIII

Z en su camarote: sentado en el catre, fuma un pitillo, semidesnudo y cabizbajo. Parece recién salido de un sueño. Le cuesta reaccionar. A su lado, sobre el camastro, están el paquete y la carta, pero aún no ha reparado en ellos. Gira la cabeza hacia ellos y repara en su presencia. Toma la caja; nervioso rompe el paquete y abre la caja de cartón: ¡vacía! ; la arroja fuera de sí y coge furioso la carta, solo encuentra un extraño dibujo: un perro encadenado a un sol.
X en un primer plano: rompe en pedacitos un papel y los va tragando a la vez que frota su garganta.
"Basta ya de esto" Grita Z y aplasta el dibujo entre sus manos. Siente un agudo dolor y sus manos comienzan a sangrar.
Y , su amante, llega al camarote, cierra tras ella la puerta "¿Has dormido bien?". Le dice. Aún no ha reparado que Z está sangrando abundantemente y sigue desvistiéndose. Cuando se da cuenta se siente confusa y horrorizada.
Z se levanta y empuja a Y, la mira por unos instantes y la ve vieja y horrible y dice:

Z -(Su mente le comienza a jugar malas pasadas). ¡Eres horrible!.

Y -(Apareciendo ante nosotros bella y joven, pero sorprendida y asustada). ¿Pero que estás diciendo? Estás herido, déjame ayudarte.

Z -(Viéndola otra vez horrible). Tú nunca has querido ayudarme.

Y -(Aún más sorprendida, pero tratando de recuperar la compostura). Siempre he intentado hacerlo lo mejor posible. No puedes echarme en nada en cara. No eres mejor que yo... pero al menos yo te quiero.

Z no quiere seguir discutiendo y se mete en el lavabo. A solas lava sus manos con fruición (aún le duele más) y cuando desaparece la sangre aparece en una de sus manos tatuado el signo del perro encadenado al sol. Ya no le duele la mano; se la lleva a la cara, parece que va a llorar, pero no lo hace. El lavabo lleno de sangre y agua, oculta algo más. Z venda su mano. Sale del lavabo, atrás queda Y asustada y en silencio.






XIV

Z busca respuestas por los pasillos. Vuelve al lugar donde se encontrara con X pero no encuentra a nadie; vuelve al lugar del extraño juego y ni un alma.
Llega hasta un lugar que le es desconocido: un viejo y lujoso restaurante. Cansado y angustiado se ha dejado guiar por una débil música; encuentra un pequeño radiocassette, de donde sale la música, sobre una mesa y se sienta al lado. Se sienta mirando su mano vendada; la destapa y contempla el tatuaje. La música en el radiocassette cesa y comienza a sonar una grabación con una voz que a Z le resulta muy conocida; la suya:

"Introducido en este mundo nuevo en el que nadie pudo seguirme, me fastidiaba el trato con la gente y sentía un deseo invencible de desligarme de mis relaciones. He aquí que un buen día me encontré terriblemente solo. Desde el primer momento noté una extraordinaria expansión de mis más íntimos sentidos, una gran fortaleza de espíritu que luchaba por manifestarse. Me sentí lleno de una energía sin límite, y el orgullo me sugirió la loca idea de intentar hacer milagros".

De repente una aparición apaga la grabación de un manotazo "De intentar hacer milagros" sentencia, repitiendo las últimas palabras de la cinta. Z reacciona, alza la vista y dice:

Z -(Descubriendo a alguien que es igual que él, quizá su doble). ¿Quién?...

Doble -(Ordenando). Calla.

Z -(Sin salir de su sorpresa). ¿Pero quien?.

Doble -(Sin ninguna emoción). No te sorprendas. Aquí estás tú sólo. Tu sola voz y tu sola suerte. Lo que acabas de escuchar es el comienzo de tu propia historia.

Z -(Reaccionando). Yo escribo mi propia historia y voy donde quiero.

Doble -(Continua igual). Si, tienes razón. Pero ya lo hiciste, bueno ya lo hicimos.
Z -(Intrigado). ¿Qué hice?.

Doble -(Bajando la cabeza y abriendo los brazos en cruz). Elegimos vivir como queríamos y ya sabes que con el tiempo, la realidad del mundo, de la tierra, se descompone como un rayo de sol en un prisma.

Z -(Sin dejar de escuchar). ¿Qué quieres decir?.

Doble -(Sonriendo y mirando intrigantemente se frota la barbilla). Quiero decir que descubrimos cosas que nos impidieron ver nada más o al menos nos las hicieron ver de una manera extraña, diferente... Nuestros vicios se hicieron más fuertes cuando estuvimos solos.

Z -(Queriendo saber más). Eres muy enigmático.

W -(Enciende un pitillo, da una calada). ¿Qué quieres? Tú te volviste enigmático. Sé tanto como tú puedas saber ¿Qué te puedo decir? Sigue escuchando si quieres.

El doble adelanta un buen trozo de cinta y en un momento dado la hace funcionar otra vez; se escucha: "¡La caída se ha consumado! Siento pesar sobre mí la hostilidad de las potencias, la mano del invisible se ha levantado y un alud de golpes aturde mi cabeza".
Z hace parar la grabación, no quiere escuchar más. Levanta la cabeza, busca; la aparición no está. Rebobina la cinta, quiere escuchar. Pero al ponerla en marcha no se escucha nada. Se levanta y se va, cuando sale por la puerta suena la misma melodía del principio.






XV

Z de regreso en el camarote. Y le aguarda, se levante y va hacia él. Z no puede mirarla. La ama pero le mataría verla horrible, así que trata de zafarse y se cubre los ojos con las manos. Y se acerca y le abraza. Z descubre su rostro pero sus ojos permanecen cerrados. Y limpia su rostro con una toalla. Z le muestra la mano tatuada y ella la besa, le besa las manos; le besa la cara; le quita la camisa; le besa el pecho ... ella se quita la camisa.
Y reclinada sobre Z, alza la cabeza; jadea; mira a la cámara; sus ojos están llorosos y el rímel corrido. Z bajo ella, no se mueve, no dice nada; solo los ojos abiertos.
Y vuelve a levantar la cabeza (ahora no se ve a Z). Se ríe, jadeante y enojada y dice: "Duerme mi bien, duerme. El que no duerme no puede vivir, pero ten cuidado y no duermas demasiado, no sea que no puedas despertar". Después vuelve a bajar la cabeza.
Z permanece callado con los ojos muy abiertos, los brazos levantados y las palmas de las manos abiertas, limpias de tatuajes.
Y vuelve a levantar la cabeza y mirando a la cámara canturrea con los ojos cerrados: "El sol se ríe, el sol se ríe. Adiós, adiós, no llores más. El mundo partía y todo moría. Adiós, adiós, no llores más; un ángel te llevará. Adiós, adiós, no llores más". Silencio, una pausa. Los ojos cerrados ... se abren, gesto serio: "Adiós, adiós ... no llores más".






XVI

En el camarote Y yace tendida en el suelo, parece muerta. Z erguido, inmóvil. La mano sangrando otra vez. Se agacha, acaricia a su mujer. Se marcha, huye.
La mano le quema, le abrasa, le duele; busca y se topa con un lavabo; lava sus manos y aparece un nuevo tatuaje: el perro se come al sol.






XVII

Z vaga por los pasillos. Cansado y hundido, como si llevara una eternidad errando por los corredores, como en una maldición. Habla solo, gesticula y cualquier pequeña cosa que encuentra le llama la atención, parece que definitivamente ha perdido la razón.
Escucha una música y como si comenzara a salir de su letargo, empieza a seguirla. La música le guía hasta una pesada puerta tras la cual ésta suena con mucha más fuerza. Z abre la puerta con mucha dificultad. Tras ella encuentra una fiesta en su momento más álgido. Las caras se agolpan contra Z. Todo parece divertido, la gente ríe a carcajadas y hacen chistes, pero a Z le parece terrible. Avanza entre la gente y los insultos, hasta que de entre la marabunta de rostros descubre uno familiar: el rostro de Y, quien ríe y parece joven y radiante como siempre, acompañada de un apuesto amante. Z llega a su altura, Y no le reconoce y se burla de él y desprecia. El apuesto amante que acompaña a Y se burla de él: "Piltrafilla ¡Abrete, desaparece!". Ordena, y le golpea. Z cae al suelo. Unos cuantos borrachos más se unen y le golpean salvajemente. Se burlan todos de él y le escupen y se marchan contentos.
Z completamente sólo se arrastra hasta un rincón y se acurruca allí. Mira su mano con el tatuaje: el perro aparece muerto.






XVIII

Z muy tieso en una silla. La misma gente le rodea, sonríen y beben; hablan entre ellos y algunos bailan mientras escuchan una alegre canción.
Una bella e indolente rubia se le acerca le coge la cara y le dice: "¡No le molestéis, que siga la música, seguid bebiendo y comiendo!. ¡El no lo sabe, que nadie se lo diga!".
Después de dicho esto solo se ve una mesa. Sobre ella los restos del festín junto a una caja, antes vacía y que ahora contiene un corazón.








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