sábado, 27 de agosto de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (I)
















Un hombre viejo encuentra una piedra en el parque, la recoge y la lleva a casa. Se pasa toda la tarde con ella en la mano y durante el duermevela trata de recordar algo indefinido, caliginoso como una neblina. Algo que, efectivamente, tiene que ver con esa piedra insignificante. No puede. Se duerme.
Al día siguiente vuelve al parque, como todos los días, y en el lugar donde encontró la piedra vuelve a hallar otra. Exactamente igual a la primera. La recoge. La mete en el bolsillo de su chaqueta. Se encamina a casa apoyándose en su bastón. En casa los recuerdos no llegan.
Pasan los días, siete. Ya tiene nueve piedras. Idénticas. Al décimo día descubre a un hombre de unos cuarenta ó cuarenta y cinco años depositando una de sus piedras en el mismo lugar. Sin embargo no dice nada, no actúa. Espera a que el hombre se haya marchado y entonces toma la piedra. Parece perplejo. No ha reconocido al hombre. No comprende.

Han pasado algunas semanas, un par de meses, y no ha vuelto a ver al hombre. No obstante las piedras no han faltado.
Una mañana vuelve a verlo: un hombre deja la piedra en el lugar de siempre. Sólo que no es aquel hombre de mediana edad. Este es un hombre más joven, de unos veinte ó veinticinco años. Sin duda se parecen, quizás sea el hijo del hombre. Decide mantenerse en silencio. Observando. Quizás vuelva el hombre mayor, y entonces le hablará. Entonces sabrá.
Mientras tanto las piedras se van acumulando sobre el escritorio del viejo. Son bellas. Pulidos cantos de río ovalados; grises y blancos como su pelo. Pero no hablan. No le hablen. No le dicen nada. No recuerda.

Ha pasado más de un año. Toda la actividad del viejo consiste en acudir al parque y esperar. Y recoger sus piedras, sus cantos. No sabe si desea saber. No sabe que desear. Todo está bien así.
El día de su cumpleaños -el día que cumple noventa años- vuelve a verlo. Es un niño. Deja la piedra en el mismo lugar de siempre. Entonces sale de su escondite y le grita algo al niño y gesticula. El chaval sale corriendo y se lleva la piedra.
El hombre viejo vuelve a casa. Una gran tristeza le embarga el alma. Hoy no tiene su piedra. Siente que algo se rompe en el continuo espacio-tiempo. Que algo se rompe en su interior. ¿Cómo es posible que algo tan insignificante como esas ridículas piedras sean tan poderoso? No sabe que responder. Se tumba en la cama vestido; pone boca abajo la foto de su esposa muerta y abre su ajado álbum de fotografías familiares. Entonces lo ve: ¡Es el muchacho que echara a correr! ¡Está ahí, delante de él! ¡Es él mismo sonriendo desde un retrato sepia en el parque!.

Ahora lo comprende: ha sido él siempre. No hay más que decir. Cierra el álbum. Cierra los ojos.