lunes, 14 de noviembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (IX)












El suyo era el peor trabajo del mundo. Se sentaba con los moribundos y comía con ellos. Entonces todos los pecados de aquel que iba a morir pasaban a ser suyos. Inmediatamente tenía que ir al retrete y vomitar. A veces toda la mierda salía enseguida. Así arrojaba afuera todos los pecados. En cambió, otras veces no podía y tenía que meterse los dedos hasta casi tocar la campanilla y forzarse a vomitar. Terminaba agotado, consumido y arruinado. Se miraba en el espejo y se tocaba las profundas arrugas que surcaban su rostro prematuramente envejecido. No se sentía reconfortado. De hecho maldecía su puñetera suerte. Como recompensa, su úlcera le mataba en los días oscuros.

Cada trabajo le acercaba más a Dios. Como si él hubiera hecho ese pacto, como si él hubiera pedido ese contrato. Lo que el hombre deseaba era un trabajo sencillo y aburrido -uno alienante y sin esperanza-, una copa o una cerveza y un pitillo, y echar un polvo de vez de en cuando. No era pedir demasiado. ¡Oh, no, no lo era!. Pero todo lo que tenía era un alma atormentada, un pensamiento que no comprendía, un cartón de leche rancia y un paquete de pañuelos para limpiarse cada vez que se masturbaba. ¿Qué había hecho él? ¿Será verdad que todos nacemos pecadores y que Dios, en sus caminos inescrutables, nos tiende emboscadas y nos señala para éste tipo de labores? El trabajo sucio, sí señor. Alguien tenía que hacerlo. Pero, claro, siempre podía ser otro alguien el indicado.

El hombre tampoco se preguntaba mucho más allá. ¿Por qué habría de hacerlo sí, al fin y al cabo, no comprendería las respuestas? Damos por hecho que comprenderemos la solución al enigma, que no seremos devorados por él; que seremos capaces de soportar la luz tras el velo. Él sabía que no. En eso no era demasiado arrogante. Sólo era que le gustaba quejarse. Hacerse el interesante. Señalar a Dios como causante de todos sus males y de los que estuvieran por venir. Lo hace con el dedo manchado de porquería. Pero no es un mal tipo. Oh, no, no lo es. Tan sólo un poco despistado y vago.

Así que llega allí, donde ha sido requerido, y se sienta a la mesa o se acomoda en la cama. Sonríe al moribundo y le mira a los ojos. Toma el último alimento y lo muerde y luego se lo pasa al que está a punto de morir. O bien lo hace al revés, es primero el moribundo quien prueba la comida y luego lo hace él. Aunque de este modo no le gusta, pues la mayoría de ellos apenas pueden masticar y lo dejan todo lleno de babas. Hay veces en que tampoco le gusta la forma en que están cocinados los alimentos: que si demasiada sal, que si demasiada poca sal, muy cocido o poco hecho, rancio, amargo, etcétera.... Y no hablemos del picante. Antaño le gustaba, pero hoy, con su úlcera, no puede ni probarlo. Por no desairar a los desdichados lo toma, aunque sabe que después lo pasará mal. Desde luego esto le parece más insoportable que sus dolores de alma. Tiene decidido dejar de hacer éste tipo de concesiones. ¿A quien puede ofender? ¿No es acaso más importante su sagrado trabajo de sanador de pecados que una ridícula falta de cortesía? Ummm, quizás no lo sea. En fin, que compartido el alimento se completa el canje, el cambio: los pecados del moribundo se instalan en su alma, en su espíritu, en lo que sea. Entonces es como un recolector de basuras. Toda la podredumbre y las malas acciones, los crímenes, las injurias y las promesas rotas le entran dentro, y lo van devorando. Oh, sí, él puede luego sacarlo, pero algo siempre se queda dentro. Tampoco le preguntéis cómo funciona esta magia (si es que podemos llamarlo así sin ofender a Dios) esta transmutación, transfiguración o como demonios se llame la acción. Eso es, ni siquiera sabe como se llama su profesión. Lo mejor de todo es que él ni siquiera cree creer en Dios. Pero parece que a Dios esto último no le importa. ¿Por qué habría de hacerlo? Él es El Chulo Supremo. Bueno, así le gusta llamarle. También le gustaría verle algún día. Exista o no. Qué más da. Verdaderamente se muere por un trago. Quizás ésta noche lo haga. Quizás se meta en un bar y beba hasta reventar. ¿Quien podría culparle? ¿Quien habría de echarle de menos, añorarle? Créanme, ni siquiera los moribundos a quienes limpia de pecados. ¿Ni siquiera ellos? Ni siquiera ellos. Nadie cree ya en el pecado. Nadie cree estar a salvo de ellos.

Cuando termina su trabajo siempre llueve. Camina por las calles bajo el agua y nunca encuentra taxi. Inevitablemente siempre es de noche, y llueve (oh, esto ya lo había dicho) Todos los locales están cerrados y su casa oscura y fría está lejos y es poco confortable. No habría estado mal que le hubieran ofrecido, no sé, un vaso de agua, un rincón calentito o un abrazo, allá donde ha realizado su último trabajo. Pero las personas sólo piensan en sus cosas y eso les lleva mucho trabajo. Hay que llorar al muerto. Hay que vestirlo. Hay que hacer frente a las molestias. Así es. Él no tiene a nadie. Mejor así, sin duda. Bueno, él tiene a Dios. No sabe si eso es mejor.

Entonces ve una luz al final de la calle. Sus ojos no pueden ver otra cosa, y sabe que tiene que dirigirse hacia ella. Por un momento se pregunta si es que habrá llegado el momento de conoces al Supremo Hacedor. No siente nada. Sólo la curiosidad le mueve. La luz es un bar o un club de alterne. El neón brilla con un resplandor rojo, como infernal. Sin embargo el local se llama El Séptimo Cieloo. Piensa una vez más en la úlcera, en el dolor. Al carajo, se dice. Entra.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VIII)















El terror ya no sucede en enormes y viejas mansiones victorianas, en ruinas de hospitales mentales o castillos medievales. El horror hoy sucede en pequeñas habitaciones de pisos de apartamentos. En los oscuros dominios de las pequeñas personas. El ritual ominoso se da a la hora de la cena. Las miradas asesinas, los pensamientos encerrados y crueles. El deseo de algo peor.


De repente el hombre se levanta de la silla. Ésta cae con un crujido y un golpe seco. Mira a su mujer y a su hijo pequeño. No dice nada. Lanza de mala leche el tenedor sobre la mesa. Cae sobre el puré de patatas de sobre con salchichas de sobre y salpica a la mujer y el niño pequeño. Se hace un silencio. El hombre se echa a llorar. No dice nada. Se marcha a la habitación, cierra la puerta, apaga la luz y se tumba en la cama sobre la colcha.

La mujer limpia al niño pequeño que llora. Se limpia ella misma. Terminan de cenar sin hablar. En la tele están pasando Bob Esponja y el niño pequeño no sabe si tiene que reír, volver a llorar o callar y adoptar el gesto aprendido necesario. Un gesto estereotipado que usará siempre más adelante, cuando la ocasión lo requiera.
La mujer también sabe de gestos aprendidos. No acude a la habitación inmediatamente. Actúa casi siempre por instinto, como todos. No es una mujer reflexiva, ni falta que hace. Recoge la mesa. Recoge la silla, que había dejado caída. Friega los platos y los cubiertos. Barre el suelo. Deja al niño pequeño ante la televisión, dibujando extraños seres medio antropomorfos medio garabato. Seres infantiles mitológicos. Después, cuando crezca, dejarán de existir.

Sólo después de haber hecho esto la mujer acude a la habitación a hablar con su marido. Golpea tímidamente la puerta. Dos ó tres veces. No obtiene contestación. Decide entrar y se encuentra la oscuridad interior. Todo está en silencio. El hombre no está. La cama está vacía, pero la ventana está abierta. Viven en un séptimo piso. La mujer se altera y emite un leve grito. Se precipita sobre la ventana e instintivamente mira hacia abajo. Busca con su mirada en la penumbra de la tarde noche. Aun no están encendidas las farolas de la calle. Aun así no ve nada. No está el cuerpo de su marido estampado contra la acera o los coches. En este punto no sabe qué sentir, si tiene que sentir alivio, pena o terror. Sobre esto no sabe que estereotipo utilizar. Está desconcertada.
No ha mirado arriba: unos diez metros sobre su cabeza, flotando en el vacío, se encuentra el hombre, su marido. Tiene los brazos en cruz, los ojos en blanco. Flota extasiado en el aire. ¿Cómo es esto posible? Da igual, la mujer tira del hilo rojo que los une y hace entrar al marido de vuelta en la casa. Lo abraza, lo besa, trata de hablarle. Él no dice nada, no puede sentir nada. Aparta a la mujer de sí. De hecho, comienza a empujarla hacia la puerta de la calle. Hace un gesto que la mujer comprende bien y toma entonces a su hijo pequeño en brazos. Salen los tres.

En el coche el marido continúa con su misterio. El instinto de la mujer le dice que tiene que volver a tirar de estereotipo. Habla, gimotea, le recuerda quienes son ellos. Son su hijo y su mujer. El hijo llora. Esto podrá ayudar. Abraza al pequeño, pero no lo consuela. Sus lágrimas pueden ser la solución al enigma.
Entonces el marido toma un desvió oscuro. Un camino de tierra. Se dirigen al bosque. Apaga las luces y conduce un poco más. La oscuridad se ha hecho total. Detiene el coche sin parar el motor. Se baja y hace bajar a la mujer y al hijo pequeño. Ella se hinca de rodillas y pide compasión, misericordia, piedad. Lo ha visto hacer en una película, y entonces salió bien. El marido no va a matarlos. Va a abandonarlos. No dice nada, como en toda la tarde y toda la noche. No los mira; se da la vuelta y regresa al coche. Se aleja de allí mientras que la mujer se aferra a la manilla del coche, gritando, llorando, tratando de hacerle reconsiderar su decisión. No hay nada que hacer: el hombre acelera, aun a riesgo de chocar contra los árboles.
Cuando se aleja no mira por el retrovisor. Ya sabemos que ocurre si uno se gira para ver. Nosotros sí podemos observar a la mujer con el hijo pequeño en brazos: iluminados por las luces frías del coche, adquiriendo un brillo espectral. Los brazos de los árboles azotan sus ramas hacia ellos y parecen querer abrazarlos o atraparlos. Su imagen se va empequeñeciendo como un recuerdo, hasta desaparecer, engullidos por el olvido o la oscuridad.


Al llegar a casa, el marido deja las llaves en el cuenco de la entrada. Su hijo pequeño sale de su escondite. ¡Buh!, dice, y el hombre hace como que se lleva un gran susto. Se abalanza a los brazos cariñosos del padre y éste le da un sonoro beso y un gran achuchón. La mujer le besa también. Le besa en la mejilla, espátula en mano, delantal ceñido; la pierna flexionada a la altura de la rodilla en un gesto coqueto, hacia atrás. Se quieren. Nada podría ir mejor. La mesa está puesta. El puré de patatas de sobre con salchichas de sobre humea en la mesa. Se sientan a cenar.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Caminábamos como los vivos... (VI)














Empieza con un quejido. Luego viene el llanto: el hijo ha roto a llorar en la habitación. El llanto del bebé se introduce en el sueño de los padres, dormidos en el otro cuarto, a través del ruido cavernoso del aparato. Brilla rojo. A veces asusta. Es el padre quien se levanta. Torpe, lento, agotado, los ojos casi cerrados, aun dormido. Bosteza, se rasca el trasero bajo los calzones. El hijo ha dejado de llorar. Al menos ahora no le escucha hacerlo.

El padre abre la puerta a oscuras. Entra. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra lo ve: en cuclillas, guardando el equilibrio, encaramado a los barrotes de la cunita hay un extraño ser -rojos ojos encendidos-. Tiene al hijo aferrado entre sus garras. El bebé es demasiado pequeño y no parece temer, se deja hacer, aunque balbucea algo parecido a papá. El ser abre su boca como un pico. Muestra su lengua bífida. De su garganta surge un sonido como un siseo o un crujido. Amenaza.

Una corriente fría congela la escena. Congela la mueca en la cara y la comprensión del padre. ¿De dónde habrá salido éste ser? Del sueño del bebé no ha podido surgir. ¿Qué conjuro estará invocando con sus misteriosas palabras susurradas?. La luz exterior de las farolas parece hacerse profusa en el cuarto. ¡Luz, maldita luz!. Ahora puede verlo todo. Pero todo no es nada. No están ni el ser ni el hijo. El padre ve las cosas como a través de una catarata. El padre cae desmayado, desplomado, al suelo.

Cuando despierta está otra vez en su cama. La boca seca, el estómago le quema, la cabeza le da vueltas. Siente haber dormido mil años. quizás lo haya hecho. La mujer no está a su lado, acostada o despierta. No están las fotos de la boda, ni están sus perfumes o sus cosas. La habitación es una verdadera leonera. Se levanta, se incorpora. Todo le da vueltas. Es entonces, entonces, cuando comienza a recordar: su hijito muerto en la habitación del hospital. La mujer llorando con el cadáver infantil en brazos. La luz blanca y fría de la sala de curas. Los rostros entre ausentes y severos de los doctores y las enfermeras. Su propia imagen rota en el cristal de las ventanas. Fuera llueve y hace viento. Dentro hace frío. Y más dentro, todo es como un iceberg. Estalactitas, carámbanos y estalagmitas. Las venas y las arterias ya no llevan sangre. Llevan el líquido de la desolación. Si tuviera el suficiente valor haría pedazos el mundo. Sólo está hecho pedazos el corazón.

El padre se lleva las manos a la cabeza mareada. A la deriva. Se lleva las manos a la boca abierta. El horror congelado. Está a punto de llorar. Los ojos vidriosos y rojos. A cada chispazo de memoria, de comprensión, se corresponde un átomo de hielo y de muerte. Se levanta, como un resorte, y echa a andar. Corre. Abre la puerta del cuarto del hijo. Allí, evidentemente, no hay nadie. Todo continúa igual que cuando el hijo salió por última vez: las sabanitas blancas, los posters de cachorros de perros y gatos, los peluches de animales, el caballito de madera para cuando creciera, las fotos de papá, mamá y el bebé sonrientes, los polvo de talco, las cremitas y los aceites, los pañales y la ropita sobre la repisa. Las lágrimas fluyen al ver la cunita fría. Habían puesto una piedra en su lugar.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VII)





















Se alimenta de su risa. La bestia permanece en la sombra. Espía. Acecha. Nunca se deja ver. Cuando la escucha reír, su extraño ser tiembla entero. Una rara mezcla de satisfacción y pena le embarga. Aúlla para sus adentros, y maldice su condición. Sin embargo no puede abandonar esa sombra. Si se mostrara, sería destruida. La bestia está irremediablemente unida a su presa.

Han pasado los años. La risa de la mujer se va agotando. Se está haciendo vieja y cada día le cuesta más reír, sonreír. Se mira en el espejo, desnuda, y se toca la carne antes firme; los senos que antaño apuntaban desafiantes como una pistola. Sabe que todavía puede resultar deseable. Pero ella ya no tiene mayor deseo. Sus deseos se fueron secando. Un buen día supo que nada iba a ser como ella creyó que sería. Sin mayor tragedia. Sin otra cosa. Sin ovaciones, ni lágrimas, ni bises, ni nada de nada. ¿A quien podrían importar aquellas cosas que ocurren a otros? ¿Acaso nos importan a nosotros?.

La falta de risa está matando de hambre a la bestia. Podría abandonar aquella sombra y buscar otra desde donde acechar. En otro lugar. Al lado de alguien más joven, que aun tenga motivos y ganas de reír, y alimentarse de ella. Pero no lo hace. Y no lo hace porque secretamente la bestia está enamorada de la mujer.

Esto es una gran equivocación. Un grave problema. Su naturaleza le exige un alimento muy concreto: la risa de la humanidad entera, de sus mujeres, de sus momentos mágicos, de sus creencias, ilusiones, promesas y deseos. Se trata de tomar lo que le falta. Completarse en el otro lado. Arrebatar, quitar, desposeer, para tener. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Se quedará allí la bestia, plantada en la sombra, hasta consumirse de hambre y consumirse de amor? ¿Saldrá afuera, a la luz, revelando su condición y matando a su presa, a su amada?.

Una lágrima cálida resbala por su mejilla y cae en la palma de su mano. La mira. Mira sus garras duras y afiladas. Cierra el puño y aprieta fuerte hasta hacerse sangrar. Da un paso vacilante y su extraña forma sale de la sombra. La bestia se queda quieta en mitad de la habitación. La mujer está desnuda ante el espejo. Se dice que aun es deseable y se acaricia la piel. La bestia alza la mano para proteger sus ojos de la luz; para poder ver en el resplandor. En aquel momento se siente vulnerable, y no le importa. La mujer puede ahora ver a la bestia. No tiene miedo. Ni siquiera parece sorprendida por su aparición. Como si hubiera sabido de su presencia desde siempre. Tampoco parece avergonzada por su desnudez. Quizás esto mismo le conceda poder. Parece tener la situación bien controlada.-Ven. -le dice a la bestia. -Yo te conozco. No te aflijas más.

La bestia se derrumba. Cae de rodillas. La mujer le abraza en su cálida desnudez. Levanta su insólita cara y mira a los ojos del ser. No hay sonrisa en su rostro, pero la bestia se pierde en sus ojos y, por vez primera en su abyecta vida, ve algo que jamás había visto antes. No sabe ponerle un nombre. No sabe sentirlo. Le supera. Le destruye. La bestia cae muerta al instante. De sus fauces entreabiertas surgen mariposas, pajarillos y flores hermosas que flotan o echan a volar y que se escapan a través del espejo.

La mujer arranca la piel velluda a la bestia y se cubre con ella. Se acurruca en el rincón, en la sombra.