martes, 24 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (IV)

















La niña enferma yacía en la habitación. Calva, postrada y en penumbra. La luz era demasiado para ella. Sonreía con una mueca gris y amarilla. Miraba la ventana. La ventana era demasiado para ella.
Habían colocado allí su vieja muñeca. Calva, gris y amarilla. La muñeca asomada a la ventana. La niña enferma hablaba con la muñeca. Y la muñeca no decía nada. Miraba la calle y callaba. ¿Que otra cosa podría hacer una figura inanimada?

La niña enferma le preguntaba a la muñeca si veía llegar a la madre. Y ante el silencio en el cuarto, imaginaba oír el ruido de la llave en la cerradura de la puerta. Pero sólo era el ruido de la fiebre y la visión en la pared. La visión era gris y amarilla como la niña enferma. Era una forma grotesca. Así, diás y más días.

La niña enferma preguntaba a la muñeca calva a ver si veía a sus antiguos amiguitos, abajo, jugando en la calle. Hacía mucho que no venían a verla y seguro que habrían crecido mucho. La muñeca, evidentemente, no decía nada. La muñeca calva sólo miraba por la ventana.

La mamá casi nunca estaba y la fiebre regresaba. Todos los días, con la visión. Y la visión comenzaba a hablarla. Al principio la niña enferma se subía las sábanas hasta la boca y se cubría. Pero miraba con los ojos abiertos como mundos y preguntaba a la muñeca inmóvil. Y muda. Decididamente estaba muerta de miedo.

Un día comenzaron los golpes en la casa. Retumbaban en las paredes y en sus huesos y en sus nervios enfermos. Apareció una grieta en la pared. La cruzaba formando palabras en el papel pintado. Ella apenas sabía leer, pues había tenido que dejar el cole cuando comenzaron los mareos, pero trataba de descifrar el extraño alfabeto. Pronto no tuvo que hacerlo más, pues unos horribles gritos comenzaron a escucharse. Y la vieja muñeca gris y amarilla giró la cabeza, pero no dijo nada.

En cierta ocasión el padre vino a verla, pero no se quedó demasiado. Y al despedirse él lloró y ella atrapó una lágrima en su mano. A ver si era de su talla, por que ella hacía mucho tiempo que ya no lloraba. Ni siquiera cuando el padre y la madre discutieron y se insultaron en la puerta de la calle. Quería ver si le valía. Al menos estaba calentita.

Cuando la madre cerró de un portazo comenzaron de nuevo los golpes en la casa. Y el alfabeto y los gritos. Y comenzó la fiebre y la visión en la pared. Pero ya no tenía miedo. Las cosas vistas muchas veces pierden el poder de la sorpresa y se aprende a habitarlas.
La muñeca volvía a mirar por la ventana y tenía una lágrima en su cara. La niña enferma estaba muerta.

El alfabeto extraño en la pared mostraba el nombre de otros muchos niños muertos. Asomados a la ventana. Observando cuánto habían crecido los otros niños muertos.

viernes, 20 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (III)













Estaba cubierta de sangre. Desorientada y aturdida. Podía reconocer el rostro que reflejaba el espejo del cuarto de baño como su propio rostro, pero no lograba entender qué hacía allí. En el cuarto de baño. En su casa. Tenía que estar en otro lugar. Debía estar en otro lugar. Por eso se había escapado. Por eso había dejado a su marido y sus hijos.
Se tocaba la cara hinchada y los párpados hinchados y sentía un fortísimo dolor de cabeza y la nausea en la boca del estómago. Le decía cosas a la imagen reflejada. Sin demasiado sentido. Y al abrir la boca podía ver los hilillos de sangre en las encías y en los dientes. Se decía a sí misma que esto debía haber sido un accidente, después de todo. Estaba enfadada. Estaba muy enfadada.

Se tumbó en la cama con las ropas ensangrentadas y el cabello ensangrentado. Entonces se dio cuenta de que aun tenía el bolso aferrado a su mano. No tenía ni idea de qué estaba ocurriendo.
Los objetos de la habitación le eran todos familiares. Con esa familiaridad ajena de las cosas vistas mil veces. La lámpara china y barata de papel, manchada de cadáveres de mosquitos y polillas; el armario de Ikea cuyas puertas nunca habían encajado bien, la mesita medio coja y la cómoda heredada que siempre había deseado tirar. Nada en la habitación hacía juego o funcionaba, y reflejaba lo sórdido y mezquino de su vida.
Todo ello había hecho mella en su espíritu. El marido derrotado, que la culpaba de su propia falta de voluntad; los hijos imposibles de dominar, peores que los enemigos desconocidos. Pero estaba segura de que nada de eso le pertenecía ya. No podía recordar. Hacer que aquello tuviera un sentido, pero sabía, o más bien intuía, que todo aquello había acabado. Si no podía recordar, sería mucho mejor. De un modo u otro había dado con la clave de una nueva vida. Entonces se dio media vuelta sobre el colchón y rodó debajo de la cama.

El marido llegó y se desnudó y se metió en la cama y durante el sueño ella se plantó ante él. Y lo estuvo mirando durante un largo rato. Y después cogió los sueños de él y los metió en el bolso.

Al despertar el marido lloraba desconsoladamente sentado al borde de la cama. El primer pitillo del día entre sus dedos, convertido en ceniza. El primer aliento del día derrotado, dentro de su pecho. Y la cabeza, rellena de cebollas.
La mujer podía oírlo sollozar bajo la cama. Después salió, y mientras él se preparaba un café aguado con lágrimas, fue al cuarto de los hijos y metió el aliento de ellos en el bolso. Y cuando se levantaron ya no tenían voluntad y estaban cansados. Con un cansancio de dentro afuera. De venas y arterias tensadas. De peluche podrido. Después se abrazaron al padre y todos lloraron. Pasaron una semana entera llorando, con una melancolía brutal que decorada las paredes. Aunque no sabían por qué. Ni nunca se lo preguntarían lo suficiente. Mientras, la mujer se ocultaba tras las cortinas, en los rincones, bajo las mesas y bajo las camas, en las manchas de humedad, y les seguía hurtando los sueños, los nervios y el aliento. Todo lleno de sangre.

Un día el padre se derritió como una forma de cera sentado en el sofá, y los hijos dejaron allí la mancha. Porqué en ella había dos ojos que parpadeaban sorprendidos.
Ese fue su final. O no, a nadie le importaba ya. Por la noche la mujer los cogió y se los comió. Su sabor le pareció exquisito. Con sabor a hiel y nieve.
Por la mañana devoró a sus hijos. Sin violencia, sin poesía. No había nada más que hacer.

Jamás fueron felices ni llegarían a serlo, pero habían aprendido una valiosa lección.



Al despertar la mujer volvió al baño. Se desnudó y se duchó. Le costó quitarse la sangre del cuerpo. Después se miró largo rato en el espejo grande del armario de Ikea, y no consiguió ver ninguna herida. Aquello la confundió aun más, aunque ya le estaba abandonando la jaqueca.
En la cocina se preparó un vaso de vino. Entonces llegó el marido y, un poco después, sus hijos. La cena aun no estaba preparada.

Se encendió un pitillo. Aunque ella no fumaba.

Caminábamos como los vivos... (II)
















SEGUNDA PIEL

Se había enamorado perdidamente de la chica.
No se atrevía a decirle nada o a declararse. En lugar de ello le envió a su sastre.

La muchacha comprendió el mensaje. A toda prisa huyó de la ciudad, aferrada a un ligero equipaje.

martes, 10 de mayo de 2011

De seres fantásticos... (XI)




Sale a la calle y cada goterón de lluvia es como ácido para él. Su cuerpo se llena de agujeros. Sus ropas desaparecen, y tras ellas la piel.
El sonido del agua en los adoquines y los edificios son tambores lejanos que hacen volar su cabeza. Ya no tiene nada. Ni ropa, ni cuerpo, ni alma, ni sentimiento, ni recuerdo que los demás tengan de él.

Todo está bien. El repiqueteo, la danza de las gotas han acabado con él.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (I)





















Tenía más de sesenta años y vivía sola. Se había casado joven y se había ido a otra ciudad. Un sitio lejano. Tuvo tres hijos y su marido murió. Pronto.
Luego se casó de nuevo, y su marido trajo otro hijo. El marido también murió. Joven aun. Y luego murió el otro hijo. Y después, su propio hijo pequeño.

En la casa ya no se oían ruidos. Sólo el televisor.

La mujer solía levantarse por las noches, cuando la descomposición le agarraba la barriga. Lo hacía desnuda, porque así podía sentir su polla bamboleando entre las piernas. Eso le recordaba que aun estaba viva.