viernes, 14 de octubre de 2011

Sueños... (Cont.)


















9

Yo no podía correr. Como todos en el sueño. El monstruo enseguida llegaba a mi altura. Entonces había que luchar, y yo luchaba con todas mis fuerzas. Pero el monstruo se reía: todas mis armas se transformaban en objetos blandos: un cordón de zapatos, unas pinzas de hielo.


10

El edificio se desmoronaba. Se hacía añicos. Sus muros caían y se pulverizaban al chocar contra el asfalto. Todo el interior quedaba a la vista. Mejor no haber visto aquello. Aquella vida dentro.


11

Viajo al pasado. Pero no visito Egipto, Mesopotamia o el Far West. Vuelvo a mi infancia y paso el día observándome jugar cuando tenía ocho años.
Todo va bien. Me traigo a mi tiempo aquel juguete que tanto me gustaba y que un día perdi repentina y misteriosamente.


12

Soy un niño y estoy solo en la plazoleta. Es una tarde de otoño y el domingo resulta gris y ventoso. Espero. Lo que no espero es la súbita aparición: un par de hombres que visten abrigos de pieles sobre sus hombros, raquetas para caminar sobre el hielo en los pies y sus caras muestran largas barbas heladas. Me hablan en una lengua que no comprendo.


13

Hay un hombre bajo un paraguas negro. Brilla el sol, aunque es un sol negro. El hombre bajo el paraguas se aleja y después, cuando no es más que casi una visión borrosa, lo cierra. El sol se apaga y todo queda colgando de hilos o cordeles.


14

Veo la Gran Muralla China desde el espacio. Floto. Después me acerco un poco más. En ella vive un pueblo de miles. Se mueven de arriba abajo a lo largo de la muralla. Como una ola o un cardumen. Los llaman el Pueblo Ola.


15

Salgo a la calle. Hay una muchedumbre de niños en la plazoleta. No juegan. O juegan a reventar a palos a un pequeño gato. En cuanto reparan en mi presencia, me delatan y echan a correr tras de mi. Me insultan y cada palabra es lanzada con una violencia que al golpearme me muele los huesos. Huyo. Tropiezo, pero no dejo de correr. Me refugio en la escalinata de una basílica. En ellas hay una vieja loca berreando "Fluyan mis lágrimas" de John Dowland. Me derrumbo a sus pies. Los niños tardan poco en aparecer: escucho su griterío agudo y descompasado. Están sobre mí. Incomprensiblemente se detienen. La vieja loca les está hablando con su voz de tormenta. Ellos la rodean y después la abrazan.


16

Salgo a la calle. El asesino ciego ha notado mi presencia. Puede seguirme fácilmente aunque intente despistarle. Toma su pistola; la carga; apunta sobre mí y dispara. Los proyectiles son moscas, avispas, abejas, tábanos...

domingo, 9 de octubre de 2011

Sueños...






















1.

Estoy sentado junto a mis amigos en la parte trasera de un coche detenido en un parking o una plaza solitaria. Un hombre se asoma por la ventanilla y nos muestra una pistola. Otro personaje espera fuera. Se trata sin duda de un atraco. El hombre asomado dispara. Siento que la bala me penetra en la cabeza y que voy a morir. Sin embargo el ruido de la detonación no me hace despertar.

No tengo miedo. La vida se escapa de mi cuerpo, pero no es el fin.



2.

Me disparan otra vez. Lo hacen en el pecho en mitad de un restaurante o cervecería enorme.

Estoy en medio de un local con enormes bancos corridos y discuto con el dueño. Todo es una estupidez. Mis amigos y yo hemos estado riéndonos mientras bebíamos cerveza y esperábamos la comida. El dueño del local ha dicho que allí estaba prohibido reír. No lo puedo creer. Me indigno. El hombre se marcha y yo voy tras él. Él vuelve con dos de sus hijos o empleados y con una escopeta. Allí, en medio del local y sin mediar más palabras me dispara. Siento el plomo en el pecho y el calor de la sangre. Caigo. Muero. Sé que he muerto. Tengo plena conciencia de ello.



3.

No puedo subir a una colina. Por más que lo intento el terreno me rechaza. Se mueve a cada paso que doy, como si tuviera inteligencia propia, impidiendo mi avance. Cansado, me tumbo y la tierra me traga. Entonces entiendo por fin que no era necesario haber intentado dominar la colina.



4.

Ante la montaña, digo la palabra, y ésta desaparece.



5.

En una tarde de otoño camino por la ciudad. En el cielo se encienden muchas nubes rojas y se desata una tormenta de muertos. Cadáveres de hombres y mujeres que se estampan contra las aceras, las cornisas o los coches al caer. Todo el mundo huye despavorido. Yo mismo me pongo a cubierto en un portal.

La esperanza: una vieja loca se pasea sonriente con una rosa en la mano.



6.

Alguien lo ha depositado en la cuneta con el mayor de los cuidados. Lo ha envuelto en una sábana o sudario. Es el cadáver de un árbol. Las raíces han reventado el lienzo. Se asoman como órganos o intestinos petrificados.



7.

Atravieso en tren la llanura castellana. Miro distraído por la ventana las montañas en el horizonte. Fuera hay un hombre que sonríe. Está corriendo a la par que el tren. Me saluda, le saludo y se aleja diciendo adiós con la mano.
El sol se vuelve negro, pero no es un eclipse. Nada más se ha vuelto negro. Es la mano de un enorme niño dios que se divierte apagando y encendiendo los astros, como un chiquillo un interruptor.



8.

Desde las alturas veo una procesión de gente. Parecen divertidos, aunque evidentemente están asistiendo a un funeral. Los más fornidos de entre ellos portan un ataúd y se mueven al compás de una balada de jazz. En el féretro estoy yo, convenientemente muerto, y saludando a la gente con mi mano flaca. Mis párpados están cosidos y mi piel pálida tiene innumerables cicatrices.

Al llegar a un terraplén me tiran sin más miramientos.

lunes, 3 de octubre de 2011

Caminábamos como los vivos... (V)

















En el cuarto, el hermano mayor muerto trataba de matar al niño dormido. Se metía por los agujeros de la nariz o la boca abierta al respirar, y dentro del pequeño, intentaba asfixiarlo llenando sus pulmones de ectoplasma caliente o estrangulando su garganta. En última instancia se arrepentía y liberaba al hermano pequeño vivo. El niño lloraba y se despertaba envuelto en sudor y pesadilla. El padre se despertaba al oír el llanto y al precipitarse en la habitación oscura, el hermano mayor muerto se evaporaba de al lado de la cama. Se quedaba, vuelto transparencia, en cualquier rincón desde donde observar la escena: el padre abrazando al hijo y tratando de consolar su angustia. Él también lloraba. Y sus lágrimas invisibles caían al suelo enmoquetado y creaban una mancha indeleble.

El padre se acurrucaba junto al hijo, hasta que el sueño les vencía a los dos. Entonces el hermano mayor muerto recuperaba su forma de emanación y se escabullía hasta la otra habitación. Se deslizaba bajo el edredón y ocupaba el lugar del padre en el lecho, procurando no hacer ruido. No quería despertar a mamá.

Pero mamá no dormía. La madre vivía en una perenne ensoñación, desde que él muriera en el hospital, cuando al salir de cuentas el embarazo se complicó. No había podido superarlo y pasaba los días en casa conjurando su nombre, bebiendo, gritando al padre, o todo ello a la vez. Dedicada a funestos rituales domésticos.
Sin embargo su deseo de ser madre no mermó y, aunque ya no amaba al padre, pronto volvió a estar embarazada.

Antes de que los doctores le dijeran el sexo del bebé ella ya lo sabía, como no podía ser de otra manera. Y no de otra manera podía ser que la criatura se llamara igual que el hermano muerto. Y entonces le pusieron ese mismo nombre al nacer, y le acostaron en la misma cunita y le vistieron con la misma ropita que el hermano mayor. Y el niño creció llamado por su nombre, que era también el nombre de un difunto. Creció débil y enfermo, lastimero y gemebundo. La misma muerte canalla se veía en su rostro flaco, tan diferente de la salud. Espejo del infortunio. Laberinto de la calamidad.

La madre no pudo soportar su presencia y el hermano pequeño vivo pronto fue rechazado por ella. Tanto le aborrecía. Mamá se metió en la cama y no volvió a salir, sino para asomarse a la ventana y blasfemar crueles palabras y sortilegios. Para amenazar o forzar al mundo. Había vuelto a caer.

El padre se multiplicaba en sus esfuerzos: trataba de amar a su mujer, trataba de amar al bebé enfermo y trataba de amar sus recuerdos. No tenía mucho más. Y muchas veces se preguntaba consternado cuánto amor le quedaba, cuánto más podría dar. Se preguntaba si merecía la pena todo ello. Aun dormía en la cama junto a su mujer, pero jamás la tocaba. La madre le habría despedazado por haberle hecho salir de su ensoñación. Ella ya no tenía amor.




El padre se había quedado dormido, abrazado a su débil y enfermo hijo pequeño vivo. Soñando con montañas. El niño soñaba con caballitos de mar. El hermano mayor muerto ya no soñaba, él era soñado por la madre. Su nombre, como un hechizo, derruía las montañas, secaba el mar. La madre se giraba en el lecho y abrazaba la presencia maldita, esculpida en algo peor que la nada. Sobre escombros de delirios y desechos de una cotidianidad desintegrada.