martes, 25 de septiembre de 2012

Caminábamos como los vivos... (VII)



La cruel resignación de la madre joven empujando el carrito. La idea hirviendo en la cabeza como las cebollas en una marmita. Un parásito mental. La misteriosa ausencia del niño sentado en ese carrito, dentro de su severa parálisis cerebral. La mirada de este niño, fija en algún punto más allá, mucho más allá, tras las gafas gruesas. La boca abierta y negra como una cueva, y la lengua naranja fuera, erecta y señalante. Serpiente o gusano. O dragón o cebo o pene insensato. Las manos raquíticas retorcidas como garras o anzuelos y las piernas esmirriadas como alambres, incapaces de sostenerle o de cualquier otra cosa. La baba seca manchando su jersey azul cielo. Como un ectoplasma.

El paso raudo de la madre joven a través de la gente en la acera. Sin pedir permiso. Sin cortar el chup-chup de su pensamiento. Sin dejar de alimentar su parásito. El gruñidito del niño en el carrito. Apenas un gruj o algo parecido. Y un tranquilo mi niño de la madre joven, pero sin tocarlo.
Esa gente se aparta para dejarlos pasar. Quizás para no tocarlos. Y luego se vuelven y los miran de reojo. Y no dicen nada, pero piensan. Y en lo que piensan es en errores, en impureza, en castigos, en corrupción, en manchas. Pocos son los que sienten piedad, compasión. No importa.

De hecho nunca ha importado y nunca lo hará. La escena termina cuando el autobús arranca y los pierdo de vista y lo último que llego a ver es el borrón de luz zumbante que los envuelve a todos y los traga y los hace desaparecer. Después miro a mi alrededor y la gente sigue hablando tan alto como suele hacerlo, explicando sus parásitos mentales. Las bocas abiertas y negras como cuevas. Algunos dientes, podridos o no, asomando como ruinas, y las lenguas naranjas erectas y escupidoras. El ectoplasma de sus vidas fantasmales fluyendo por sus poros sin que se den cuenta. Y nunca se darán.

sábado, 21 de enero de 2012

Apocalipsis onírico...

















Ondas blancas y azules barrían el desierto de su cerebro. Auroras boreales cuyas excrecencias chocaban con las barreras de sus ojos y amenazaban con escapar de los límites del pensamiento.
Permaneció en aquel estado durante días. Cuando despertó, el mundo ya no era el mismo.



(1. Eco)

Un zumbido crispante surgía de todas partes o de ninguna y se colaba en la habitación a través de las moléculas de la construcción, para, de inmediato, incrustarse en su estómago y hacerle sentir nauseas. Se levantó a duras penas de la cama y se arrastró hasta la ventana. La abrió y el extraño zumbido grave se transformó en un bramido de ballena o Leviatán que llegó a él a través de una espesa niebla azul que le impedía ver la ciudad. Como si ésta hubiera sido engullida o rellenada por esa misma niebla. Entonces el bramido cesó, y unos segundos más tarde regresó con mucha más fuerza. Le hizo llevarse las manos a los oídos y cerró la ventana con violencia.
En los breves instantes en los que había cesado el ruido no había oído ningún sonido humano o de máquinas trabajando o el ruido del tráfico abajo. Y esa ausencia le perturbaba tanto como la omnipresencia de la resonancia. Tampoco podía escucharse actividad humana en el interior del edificio, hospital o manicomio. Gritó entonces, esperó, y luego volvió a gritar. Sin embargo nadie acudió a su llamada. Sólo el bramido variando en diferentes frecuencias hasta alcanzar una particularmente grave y que le provocó una nueva nausea. Esta vez no pudo reprimirla y en el cuarto de baño se alivió arrojando un pequeño chorro de bilis.
Le dolía brutalmente la cabeza. Sentía una angustia feroz y estaba irritado. Sentía un torrente de sensaciones en su interior y ninguna halagüeña. Como un funesto presagio. Si es que él hubiera creído alguna vez en los presagios. Ciertamente no sabía qué estaba haciendo allí; no sabía por qué estaba allí; ni sabía qué era ese lugar. A duras penas recordaba su nombre: Arteaga. Y desde luego no alcanzaba a saber qué podía significar ese sonido, ruido o resonancia más allá de una constante fuente de dolor de cabeza, nausea e intriga. Un sonido que hacía que todo tomara una cualidad espantosa, febril y opresiva. El eco de las entrañas de la Tierra o el Infierno, el Cielo resquebrajándose o ya decididamente descompuesto. El Tiempo chirriando. La Pesadilla crepitando. Quién podría saberlo. A lo mejor aun no había despertado y todo era un ridículo sueño producido por el alcohol. A lo mejor no era más que como uno de aquellos frecuentes duermevela que sufría de pequeño cuando tenía fiebre y estaba solo en el cuarto y en la casa. Como primera medida arrancó un trozo de tela de las sábanas terriblemente sucias de la cama y se fabricó unos torpes tapones que se colocó en los oídos. No era suficiente.
Ahora que se fijaba, todo estaba terriblemente sucio en la habitación. Una película glauca se había posado sobre los objetos y las superficies del cuarto. Incluso las paredes se mostraban cubiertas por la película o membrana. La tocó con su dedo índice y ésta se elevó al retirarlo. Tenía una cualidad singular, extraña, y su textura era mitad mucosidad, mitad polvo. Se sacudió la mano y las partículas de aquello corrieron a fusionarse con el resto de súbito, como un metal atraído por el imán. Miró su dedo: tenía una pequeña rojez y un escozor en la yema del dedo. ¿Qué podía ser aquello? Se preguntó. Una nueva incógnita en el mundo al que acababa de despertar. Decidió que serían hongos producidos por la humedad y el abandono. Sí, eso sería. Decidió que había otras cosas más importantes de las que preocuparse. Por ejemplo ¿Dónde estaba la puerta de la habitación? El cuarto no era tan grande como para no poder verla, como para que estuviera oculta en alguna parte. Giró sobre sí y miró en todas direcciones. No había armarios aparentemente u otras estancias accesorias que pudieran llevar hasta la salida de la habitación, a excepción del minúsculo cuarto de baño donde había arrojado escasos minutos antes. Allí sólo había un enorme ventanal, al que no se atrevía siquiera a acercarse, y tres paredes pringadas de un algo verdoso.
¿Qué podía hacer? Tomó el resto de la mugrienta sábana y se dedicó a frotar las paredes, retirando la membrana glauca, en busca de la necesaria puerta. No encontró nada. Lo único que encontró fue su propia imagen en los cristales de la ventana: demacrada, flaca, perdida en un mundo solapado el cual no sabía si era material o por el contrario estaba hecho de jirones de realidad. Se dio cuenta de que el sonido hacía tiempo que no bramaba. Entonces se sintió un poco mejor. Sólo un poco. Vio su ropa, fría y acartonada, sobre una silla. Decidió que sería bueno recuperar en la medida de lo posible algo de su vieja identidad. Se quito el asqueroso pijama que vestía y se puso sus propias prendas, después de haberlas sacudido, y se sentó en la silla. Esta se rompió como si estuviera hecha de algún material quebradizo, cediendo a su peso, y cayó al suelo en un gesto bufo, ridículo: las manos gesticulando como un molinillo; la cabeza golpeándose contra el suelo con un coscorrón seco y un ruido hueco; las piernas en alto, apuntando al techo; los pantalones en los tobillos, como un amante incompetente que trata de huir. Se quedó unos breves instantes tumbado sobre las frías baldosas; las manos en el rostro. Entonces comenzó a reírse con una risa a partes iguales impotencia, rabia y eso otro para lo que aun no tenía nombre. Rió como un pescado. La película glauca vibraba al compás de la risa. Como respuesta, el bramido del Leviatán se hizo insoportable y omnipresente. Se le nubló la vista, se echó a llorar y se retorció en el suelo hasta que se quedó dormido.



(2. Ícaro)

Cuando despertó en su cama lo primero que vio fue el rostro de una enfermera de rasgos árabes o indios sobre sí. Le sonreía y le decía algo que él no podía comprender, al tiempo que aplicaba sobre su pecho desnudo un ungüento que bien podía parecer cera. Después le hizo una indicación para que se girase y se pusiera de espaldas. Entonces le aplicó el ungüento o la cera allí también, poniendo especial atención en frotar o masajear sus omóplatos. Cuando hubo terminado, la enfermera recogió sus chismes; puso el bote cerrado en una bandeja metálica junto a un termómetro y una jeringuilla de un tamaño enorme; hizo unos extraños gestos o aspavientos como si fuera un karateka loco o su transformación en bestia; volvió a sonreír al hombre y le pellizcó la mejilla; se despidió; se dio media vuelta y se marchó.
Ahora sí que estaba hecho un lío. ¿Qué había sido todo aquello: el eco o bramido insoportable, la extraña sustancia glauca que lo envolvía todo como la piel de una crisálida, la niebla impenetrable, la ausencia de puerta? ¿Había sido sólo un sueño como llegara a sospechar? ¿O era ahora cuando se sumergía en el sueño, la pesadilla o el duermevela? No tuvo tiempo para más preguntas.
Ante la ventana había una mujer. La espalda apoyada en la cristalera; una pierna vestida en seda negra cruzada sobre otra pierna vestida en seda negra; el pecho realzado, descansando sobre un antebrazo oculto bajo otro brazo en un gesto de protección o impaciencia; en la mano enguantada de negro sostenía un cigarrillo largo al cual daba largas caladas. Expulsaba el humo en dirección al hombre de un modo interesante, como una verdadera femme fatale –con un gesto bien estudiado- y le miraba mostrando esa impaciencia de la que hablaba su brazo bajo el pecho. Entonces dijo:
-¡Ah, hola, Arteaga, por fin has ¿despertado? Veo que aun no te has muerto. Pues mira tú por donde, menuda decepción.
Arteaga dijo:
-¿Co… como dice? A… aquí no se puede fumar.
Ella dijo:
-¡Oh, vamos, ahora vas a decirme que sufres amnesia; que no sabes quien soy! Querido, eso está muy manido.
Él dijo:
-No comprendo.
La mujer dijo:
-Sí, claro. Quizás esto te refresque la memoria.
Y la mujer dio una última calada; tiró el pitillo al suelo y lo aplasto con sus negros zapatos de tacón alto. Después lanzó un suspiro que vino a decir algo así como resignación y se sacó la chaqueta imitación Chanel que depositó cuidadosamente sobre una butaca vacía. Se colocó ante los pies de la cama, donde Arteaga pudiera verla bien, y comenzó a desabrocharse la camisa blanca cara. Se la sacó y esta vez no la colocó sobre la butaca; se la lanzó al hombre con una mezcla de descaro y desdén. Haces memoria ahora le dijo, brazos en jarra, y el pecho aprisionado por el sujetador. Y él permaneció callado. El rostro demudado. En fin dijo ella, y se llevó las manos a la espalda y manipuló el broche del sostén que soltó con evidente facilidad, aunque sin el menor atisbo de coquetería. Se quedo allí, en aquella postura: plantada ante el hombre; desnuda de cintura para arriba y mostrando sus bellos senos. Retadora. Pequeñas colinas desafiantes que apuntaban al hombre como una cordillera poderosa a un alpinista. Entonces dijo: qué, Arteaga ¿Te acuerdas ahora? ¿Recuerdas estos senos por los que suspirabas? ¿Recuerdas nuestras noches y nuestros días de amor? ¿Recuerdas nuestra pasión? Y acto seguido se levantó la falda y le mostro su sexo. Un sexo que había sido cambiado por una calavera. Se arrancó el guante y su mano era la mano de una quimera.
Arteaga iba a decir algo. Era necesario. Pero no pudo decir nada. Ella dijo: Ya veo. Ya veo en qué te has convertido. Se acercó a él; le puso los senos en la cara. Se rió. Tomó su mano y le puso algo en ella, una cosa esférica. Le cerró la mano.
En aquel momento se abrió la puerta y un séquito de doctores en medicina y enfermeras se precipitó dentro. Se toparon con la mujer desnuda. Los hombres agacharon la cabeza ante la escena y las mujeres se llevaron las manos a la boca. La mujer se giró, se dio la vuelta, y se puso la ropa sin prisa, sin mostrar el más mínimo pudor o vergüenza. Cogió su chaqueta, el bolso; se encendió otro largo cigarrillo y se marchó de la habitación haciendo clac, clac con sus tacones altos.
Los doctores rodearon a Arteaga a ambos lados de la cama mientras las enfermeras revoloteaban, atareadas, por la habitación. Uno de ellos le cogía la muñeca como si fuera a tomarle el pulso para, inmediatamente después dejarla caer, muerta, sobre la cama. Entonces escribía algo en la página de un cuaderno y la arrancaba y la tiraba y volvía escribir. Otro médico sacaba de un gran maletín un instrumento metálico parecido a una mariposa o un crucifijo y lo depositaba bajo la cama; miraba al hombre y le lanzaba una sonrisilla estúpida. El más viejo de todos ellos sacó algo de una caja de madera china. Algo delicado que parecía un animal o un insecto y que puso sobre el pecho de Arteaga y que se puso a danzar como la bailarina de una caja de música china, mientras los médicos y las enfermeras daban palmas animándolo en su danza. Algo que al cabo de unos instantes cayó fulminado, inerte, muerto, sobre el pecho del hombre El viejo doctor meneó la cabeza en un gesto de reprobación o negación. No, no, no, parecía decir, y tomó aquello por lo que parecía su rabo o cola y lo miró sujeto entre sus dedos índice y pulgar. Dijo algo más que nadie pudo escuchar y dio media vuelta y se marchó de allí, mientras el resto de doctores en medicina se miraban entre sí y meneaban sus cabezas en gestos que querían ser severos y que no revelaban sino su ignorancia o incomprensión.
Arteaga, una vez más, no sabía qué decir, qué preguntar. No sabía si tenía que preguntar. Así que se quedó callado mientras los doctores se miraban entre sí y se daban golpecitos con los codos y se empujaban entre ellos, incitándose unos a otros. Por fin uno se decidió. Se llevó el puño a la boca, carraspeó, aclarándose la voz. Dijo:
-Señor, tenemos que comunicarle algo. Verá, es complicado dadas las circunstancias y… eh, ejem, esperamos que trate usted de comprender las verdaderas circunstancias que… eh, ejem… circunstancias especiales que han hecho que… ahora… eh, esté usted aquí. Eh, éste es un lugar especial para, digamos, gente especial como… como usted. Le hemos recogido a usted… ¿A… a que se dedicaba usted. Cual era su profesión. O cual es? ¿Es usted astronauta? ¿Buzo? ¿Marinero?... ¿Pero de verdad no recuerda usted nada?... Eso nos ayudaría a comprender el cómo se originó todo esto. Pero, oh, lo primero es su persona… El paciente… Su salud… Su bienestar… Tratar de comprender qué… o quién es usted. Lo primero seria averiguar por qué tiene usted alas.



(3. Dédalo)

Todo estaba igual ¿Igual que cuando? El bramido despertó a Arteaga. Comenzaba a acostumbrarse pero se puso los tapones de parafina que había comprado en la farmacia. Algo ayudaban, pero nunca era suficiente. Miró en la mesita de noche y cogió algo esférico. Abrió la mano y se solazó con el pequeño orbe de Alejandrita que le habían regalado sus hijos por el día del padre. Mostraba su fuego verde y Arteaga lo alzó para que la luz del sol matutino lo atravesara y poder ver así los minúsculos seres de su interior. Réplicas humanas de una talla milimétrica. Un regalo caro y sofisticado, un tanto snob, pero que tenía bien ganado: era el mejor padre del mundo. A Arteaga le gustaba agitar la esfera y ver como se debatían los humúnculos del interior. Había un hombre y dos mujeres, y a veces le miraban desde su universo diminuto y Arteaga pensaba: eres un pequeño cabrón afortunado, chaval. Y volvía a agitar la esfera y se reía viendo tropezar y caer a aquellos seres.
Sufría de pesadillas desde hacía varios meses, desde que ocurrieraaquello, pero ya no le daba demasiada importancia. Le parecía que todo estaba bien; que todo estaba en su sitio; que todo cuadraba y que nada podía salir mal. Estaba construyendo su laberinto en el jardín. Eso era lo que importaba: construir el laberinto, al que llevaba dedicándose más de diez años. Aquella era una buena dedicación. Si podía, se dedicaría a ello toda la vida. Los hijos eran ya mayores y su mujer y él parecían haber llegado al punto en que el matrimonio necesita espacio libre y dedicaciones propias para no terminar destrozándose. Tenía todo el tiempo para él solo, y los amigos o las relaciones sociales no le interesaban en absoluto. Nunca había sido demasiado bueno para ello. Sin embargo era bueno diseñando y haciendo cosas con sus propias manos. Así que sí, era una gran idea.
Se levantó de la cama. Dejó en la mesita su esfera envuelta en la funda verde y se fue al baño y orinó. Tenía una erección. Hacía mucho tiempo que no se levantaba empalmado y miró aquello duro y le gustó la sensación y sonrió. Sí, todo estaba bien. Pero, cuidado, lo había puesto todo perdido de orina. Lo limpió y no le importó. Se miró en el espejo y dijo para sí que tenía buen aspecto. Sí, sí que lo tenía y, además, ya no le dolía la cabeza.
Mientras se afeitaba ante el espejo se cercioró de que lo recordaba todo con una claridad pasmosa. Podía recordarlo todo y, lo que era aun más importante: podía aceptarlo. Así, con toda franqueza. Así de fácil. Sin necesarias epifanías. Como con un chasquido de los dedos. Sí, sin duda todo estaba bien. ¡Qué dulce sensación! Incluso le llegó a parecer que el ruido exterior comenzaba a adquirir una calidad armónica. ¿Estaría él, a medida en que construía su laberinto exterior, saliendo del interior? Se dijo a sí mismo que sin duda era así.
Se vistió. Era un día hermoso a pesar de no poder verse el tercer sol. Salió al jardín de la casa y se introdujo en su laberinto. Estaba hecho de multitud de diferentes materiales: maderas, cristal, chatarras, placas de zinc, toboganes de parques oxidados, restos de naves espaciales de campos de lanzamiento abandonados, fuselajes de máquinas y carlingas de avionetas, puertas de automóviles viejos… Desechos de una sociedad industrial y materialista; descartes de un mundo que se desintegraba. Lo recorrió sin el menor atisbo de duda sobre cuál era el camino correcto, el vericueto indicado, el recodo acertado. Tan bien lo conocía. Y, mientras tanto, iba apartando las muchas pieles ajadas caídas aquí y allá. Excedentes de delirios inducidos. Vestigios de obsesiones, terrores y apatías del hombre contemporáneo.
Llegó al centro mismo del laberinto, embutido en la caliginosa espesura de la niebla y entonces le llegó un aroma salado de mar. Supo que estaba en el lugar exacto: no podía ser ningún otro. La atmósfera allí estaba un poco más diluida, menos viscosa o espesa y se respiraba mejor. Aspiró profundamente y ya, no un olor, sino un profundo sabor de mar profundo le inundó. El sabor de un océano más psíquico que físico. De ello no tenía la menor duda. Podía ver las olas muriendo pacíficamente en la arena de la playa. Ondulaciones metafísicas que se retorcían para, después, destensar su agitación y regresar sosegadas a su elemento aglutinador. Se sentó. Esperó. Luego se levantó e hizo ondas en ése agua lanzando piedras invisibles. No sintió dolor. Esperó un poco más. El bramido regresó. Formidable, aterrador. Pudo escucharlo a kilómetros de distancia. Se acercaba a una velocidad asombrosa. En breve estaría sobre él. No sintió miedo. De entre las aguas surgió la colosal figura de la ballena o Leviatán. Y él se ofreció a ella. Lo tragó. No sintió dolor.



(4. Deméter)

La mujer fumaba en la cocina. Hoy no estaban los hijos. Se sirvió otra copa de un vino espeso y oscuro, muy caro, y se descalzó los zapatos de tacón alto. Se giró para mirar por la ventana: era un día claro y soleado de verano. Estaba asistiendo a una transformación del escenario físico y psíquico en el marco de una catástrofe doméstica. No hacía nada. De momento sólo bebía. Su propia alienación la estaba conduciendo a una mutación surrealista del sufrimiento. No hacía nada. De momento sólo bebía. Bebía y miraba a través de las ventanas la montaña que le habían regalado. La vida se había paralizado mientras la mujer buscaba a los hijos perdidos. ¿Ellos perdidos? ¿Perdida ella? En aquel entonces uno o una nunca sabía.
Arteaga revoloteaba sobre las ruinas del laberinto en el jardín. Estaba disfrutando. El hallazgo de sus nuevas facultades le hacían sentir que el mundo había tomado un nuevo sentido o que quizás carecía por completo de él. Cualquiera de las dos alternativas le llenaba de un júbilo casi pueril y le dotaba de energías renovadas. Qué diferente esa percepción de los antiguos y oscuros ¿presagios? Estaba como loco o quizás era ahora cuando empezaba a ver las cosas del modo en que realmente eran. Sin tapujos, dobleces o trampantojos. Sin espejos que le devolvieran una imagen fraudulenta o trucada. Perseguía a los pájaros o los insectos alados como si fuera un chiquillo. Hacía un picado. Se entretenía en escribir palabras obscenas con su vuelo en el vacío. Atravesaba las nubes bajas y simulaba descansar en ellas o morderlas. Abría los brazos y planeaba, dejándose arrastrar por las suaves corrientes de aire. Ascendía hasta casi quedarse sin oxígeno y después regresaba haciendo un tirabuzón. Saludaba desde el aire a su mujer en la cocina y ella fingía no haberle visto y se giraba y se echaba el vino al coleto.
Tras un largo rato Arteaga se posó ante la puerta y entró en la casa. Cruzó desnudo el pasillo y al llegar a la cocina recogió sus alas. La mujer estaba borracha y lloraba. Apenas se entendía lo que decía, pero eran sapos y culebras. Se había dedicado a pelar unas cuantas granadas y luego a machacarlas con su zapato. En cuanto vio al hombre le tiró uno de ellos a la cabeza y luego otra cosa y otra. Arteaga trató de calmarla -no sé explicaba- de abrazarla, pero ella le rechazaba. A cada intento de él, la mujer empleaba más fuerza en apartarlo. Le empujó fuera de sí. Él retrocedió, trastabillado. Entonces ella, con un gesto de rabia, se arrancó la ropa: la camisa manchada de vino en el pecho que parecía sangre, la falda de moaré, las preciosas braguitas caras y el sostén también caro. Le dijo:
-¿Puedes saber quién soy ahora?
Él dijo:
-Sí, tú eres mi mujer.
Ella dijo:
-¿Estás seguro?
Él dijo:
-Nos conocemos desde hace tanto…
Ella dijo:
-¿El tiempo necesario?
Él dijo:
-Por supuesto. Desde siempre.
Y ella dijo:
-Tú no me conoces.
Y entonces ella se giró, y no fue su hermosa espalda lo que Arteaga pudo ver. Lo que vio fue otro rostro de mujer en el reverso de la cabeza rapada, otros senos en aquella espalda tatuada, otra vulva en el lugar del firme trasero operado; otra mujer completa, pero ajena o secreta. Un ser imposible. Una aberración de la naturaleza. Había allí, en esa deformidad, dos mujeres; una pegada a la otra, la otra pegada a la una. Y las dos lloraban. Arteaga podía haber esperado una guerra interplanetaria, un culto esotérico, un muerto treinta años antes que regresa en busca de la inmortalidad, una vaticinadora que vende destinos ¿pero aquello? ¿Quién era aquella quimera? ¿Era su esposa, con quien había concebido dos hijos y a quien había amado de forma tan tierna y apasionada? ¿Qué había ocurrido con ella? ¿Dónde había estado? ¿De qué infierno había surgido o regresado? Arteaga se echó atrás y cerró los ojos y cuando los volvió a abrir no había allí sino una piel o membrana glauca, una materia cuya textura podía ser una mezcla de polvo y mucosidad. Entonces volvió a hacerse presente el bramido, sólo que esta vez, sin duda, procedía del interior de su cabeza. Todas las conexiones neuronales crujiendo, gritando. El mapa cerebral de una guerra nuclear. Se hincó de rodillas. Se llevó las manos a la cabeza y se echó a llorar.
Horas más tarde su mujer y sus hijos lo encontraron tirado en el suelo. En posición fetal. Clac, clac, los zapatos de alto tacón. Toda la casa alborotada, colmada de suaves plumas blancas. Había una niebla espesa y azul en el salón. La cáscara verde de una esfera, reventada como una pupa y las puertas habían desaparecido. Un silencio amenazante lo invadía todo.