jueves, 19 de junio de 2014

Un relato afgano





Como en cualquier otra guerra, donde la comprensión que tiene el hombre del espacio y el tiempo, de la vida bajo sus propios sistemas de clasificación o medición, salta hecha añicos y le hunde en un sistema alterado, un teatro del horror donde debatirse en los múltiples significados a descifrar, también la Guerra de Afganistán o invasión soviética sucedida en el país asiático durante los años ochenta del pasado siglo XX trajo consigo hechos insólitos, ocultos e increíbles.

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Los amigos Kamil e Ismail, de doce y trece años, lo han perdido todo durante los primeros años de la guerra: sus padres, sus hermanos y demás familia han muerto en escaramuzas con las tropas soviéticas, republicanas o muyahidines. Las represalias de los tres bandos en conflicto les han dejado también sin casas y han reducido sus pueblos a escombros. Kamil e Ismail vagabundean por los alrededores de Kabul, dónde se conocen y auxilian mutuamente tratando de sobrevivir.

Han encontrado refugio entre las ruinas de una estación de tren abandonada. Allí duermen y guardan sus escasísimas pertenencias. Allí encuentran, perdida y muerta de miedo y hambre a la niña Fadula. Una niña de apenas cinco años a quien prometen cuidar y proteger. La niña Fadula encuentra en Kamil e Ismail los hermanos que ha perdido.
Se juntan por la noche alrededor de un pequeño fuego y comen lo que han podido conseguir ese día, casi siempre algún desperdicio. Luego Kamil les cuenta un cuento que improvisa sobre la marcha. El que más les gusta es el del tren que aparece en la estación abandonada de improviso entre un gran estrépito de ruedas metálicas que chirrían sobre las vías al frenar el conductor y la sirena loca con su agudo piiiiiii y una voz que les llama y les invita a subir. Entonces el tren reanuda la marcha y en un abrir y cerrar de ojos el tren les lleva a los tres a un lugar maravilloso donde no tienen más que imaginar qué suculenta vianda o golosina quieren para que esta aparezca inmediatamente en sus manos. Todos dicen qué les gustaría comer: dátiles, higos, arroz, uvas, melones y duraznos, damascos, moras, granadas de Kandahar, pulao con pasas y zanahorias, cordero, shorma, nan o pan negro de centeno y un montón de chai calentito para beber. Fadula entonces se ríe y dice que ya tiene la tripa llena, que ya no puede más de tantas cosas ricas y todos ríen. Luego dice que a ella le gustaría desear una muñeca, sólo una, pero muy bonita, como aquella que tuvo. Kamil e Ismail asiente y dicen que por supuesto, la muñeca más bonita del mundo, y luego todos piensan que habrían pensado en desear que sus seres queridos volvieran y que acabara la guerra, pero ninguno lo dice para no echarse a llorar, porque en el fondo saben que todo eso que cuentan no es más que una quimera, una mentira.
Por la mañana Kamil e Ismail, toman el pedregoso camino de vuelta y regresan a la capital y merodean entre los edificios en ruinas y los escasos puestos miserables desperdigados aquí y allá con la intención de mendigar o robar algo de comer. Raramente lo consiguen. Hay demasiados niños como ellos. Hay demasiada pobreza y necesidad. Hay demasiados muertos de hambre disputando las migajas. Además, los mayores siempre están dispuestos a molerlos a palos, a imponer su orden en el caos. Por la tarde van a revisar las trampas que han puesto cerca de un riachuelo. Tienen suerte: en el alambre roñoso debajo de un puente minúsculo por donde corre un regato pútrido se debate un gato flaco al que matan de una certera pedrada en la cabeza.
Por la noche pelan y se comen el gato entre los tres y se calientan en el fuego que ha prendido Ismail. Después Kamil vuelve a contar el cuento del tren. Añade dos o tres cosas nuevas, como que el tren brilla y parece de oro o que el conductor es un malaika, un ángel, nada más y nada menos o que el sonido de la sirena es en esta ocasión una canción que sus madres solían cantarles antes de ir a dormir. Los dos niños vuelven a enumerar las cosas ricas que desearían desear: granadas de Kandahar, pulao con pasas y zanahorias, cordero, shorma, nan o pan negro de centeno... No más gato flaco y sarnoso. Se ríen.
Fadula no se ríe. Permanece callada. Kamil e Ismail le preguntan qué le pasa, por qué de repente se ha quedado callada y como ausente, triste. La niña les dice que todo aquello que cuentan lo cuentan para distraerla y que no piense en la guerra, ni el hambre ni lo solos que están. Dice que si de verdad fuera a pasar alguna vez ese tren, ella saltaría a él y sin dudarlo viajaría hasta Rusia para pedirle al rey ruso que acabe ya con esa guerra. Que el rey de Rusia debía comprender. Que aunque fuera un hombre muy poderoso tendría hijos, quizás una niña como ella y que le haría pensar en su hija y que el rey se echaría a llorar y mandaría parar la guerra de inmediato. Un hombre malo no podía ser rey, quizás es que le había aconsejado mal y le habían dicho que los afganos eran malos y entonces había pensado en castigarlos. Eso es lo que haría, apostilla, y los tres se quedan muy callados y luego se echan a dormir cerca del fuego pero no duermen y se quedan pensativos hasta que la fatiga les vence. Sueñan, pero el sueño no les conforta.
El día siguiente, al caer la tarde, Kamil e Ismail regresan de su vagabundeo por Kabul. No han podido conseguir nada de comer a excepción de unas raíces sarmentosas que harían vomitar a un burro. Les han dado de palos y los cepos han sido robados. Ismail ha encontrado una muñeca entre los restos de un orfanato. A la muñeca le falta un ojo y un brazo, tiene el pelo de la cabeza quemado y está sucia y desnuda, aun así los chavales creen que a la niña Fadila le gustará la muñeca.
Cuando llegan a la estación abandonada, Fadila no sale a recibirles como es costumbre en ella. La llaman. Gritan su nombre. No obtienen respuesta. Vuelven a gritar su nombre y la buscan por los alrededores. El fuego está apagado. Las cosas revueltas. Corren al escondite de rocas que le han dicho una y mil veces que debía utilizar en caso de ver a alguien aproximarse. No está.
Kamil la encuentra bajo unas piedras y maderas. Alguien la ha dejado ahí y ha tratado de ocultar su cuerpo. Quizás por vergüenza o remordimiento, por temor a ser descubierto. La niña Fadila está desnuda y le han destrozado la cabeza con una piedra. Kamil llora. Ismail llega a su altura. Llora. Las caras sucias y flacas descompuestas. Los ojos son cataratas. Ambos se abrazan, pero no encuentran consuelo. No encuentran comprensión. Más tarde descubren los envoltorios de varias chocolatinas y un par de botellas de vodka vacías. Hay muchas colillas de cigarrillos y latas de conservas abiertas, también vacías. Siguen sin comprender.
Se culpan a sí mismos de haber dejado sola a la niña Fadula. Habían prometido cuidarla y protegerla y sin embargo está muerta. Alguien la ha matado, un bastardo, un demonio, pero ellos han fallado: la niña Fadula ha muerto.
Ismail coge una piedra y se golpea la cabeza con ella. Grita y se maldice. Kamil llora otra vez. Llora el océano que nunca han visto. Luego parece calmarse y dice que ya está bien. Dice a Ismail que deje de golpearse la cabeza. Dice que no que así no se soluciona nada. que no puede perderle tambié a él. Dice que lo que deben hacer es ir a Rusia. Sí, a Rusia, como quería la niña Fadula y pedirle al rey de Rusia que termine con la guerra.
No saben dónde está Rusia. ¿Por qué habrían de saberlo? Sin embargo piensan. Alguna vez han visto aviones soviéticos apareciendo tras las montañas del norte. Rusia debe de estar entonces en aquella dirección. Tras las montañas. El mundo no puede ser tan grande. Las vías del tren se extienden hacia allí. Deciden tomar tal dirección.
Caminan sobre las vías hasta bien entrada la noche. Dejan atrás la estación abandonada, el cadáver de la niña Fadula ha quien han dado sepultura y Kabul. Apenas hablan. Están cansados y hambrientos, tristes. No saben cuánta distancia han recorrido. Les duelen los pies. Las montañas ahora no se ven. La oscuridad es total y hace frío. Brillan las estrellas, pero eso no es suficiente. No pueden comerse las estrellas. Las estrellas no van a devolverles a Fadula. Tampoco le piden nada a Alá. Quizás su dios sea bondadoso y les ame. Quizás, quien sabe. Prefieren pensar en otra cosa. Les duele la cabeza. Esta noche Kamil tampoco cuenta el cuento del tren. Tiene la lengua pastosa. Tienen el alma extenuada. Lo que quieren es que el tren sea verdadero, no una quimera, algo que se cuentan para aliviarse. Lo que quieren es cruzar las montañas. Que Rusia esté cerca. Que el rey de Rusia les escuche y les comprenda.  
No saben qué hora es. Es de noche, punto. Ya no pueden más. Se acurrucan uno junto al otro en unas rocas. Se abrazan y lloran otra vez. Lloran hasta secarse. Y cuando se han secado, se quedan dormidos.
Falta poco para el amanecer. Cuando los sueños son más vívidos, más poderosos. Ismail es el primero en despertarse. Un estrépito en el silencio de la llanura le ha despertado. No ve nada, pero escucha algo a lo lejos. Un sonido con el que siempre han fantaseado. Se frota los ojos y en el horizonte, entre la niebla caliginosa de esa hora, ve las montañas. Están cerca, imponentes. Sacude a Kamil, lo despierta. El ruido va en aumento. Se acerca hacia ellos. Se miran. Se interrogan. ¿Qué podrá ser?. ¿Será? No es el ruido de aviones. ¿De dónde viene? ¿Del norte? ¿Del sur? ¿Será éste el tren? ¿Nuestro tren?. Por instinto ponen la oreja en las vías. Escuchan. Sienten la vibración. El ruido cada vez más cerca. Están nerviosos. ¿Qué va a pasar? ¿De dónde viene? Viene por allí, dicen. No, viene por allí, se corrigen. Aun no ven nada. El sonido va en aumento. Crece. Crece aun más. Está cerca. Muy cerca.
Entonces ven un gran resplandor, una luminosidad, un brillo dorado. Escuchan el chirrido de unas ruedas metálicas sobre las vías. Es el tren. Viene del sur. Se abrazan. Está ahí. Muy cerca. Ya lo ven. Es como de oro y una especie de vapor lo envuelve todo. Suena la sirena con un pitido agudo que a los muchachos les parece la música más dulce. Se van a Rusia. A la niña Fadila le hubiera gustado verlo. Seguro que desde el cielo puede verlos. Ahora sí que van a exigir al rey de Rusia que ponga fin a esta terrible guerra.
Kamil e Ismail se preparan. Se echan a un lado de la vía. El tren parece frenar su velocidad. Llega a su altura. Está llegando. Ya, ya, ya llega. Es fabuloso. Maravilloso. Una quimera hecha realidad. El vapor les cubre enteros. El brillo dorado les ciega. El pitido de la sirena les ensordece. Ya está aquí. Parece no querer detenerse. Da igual, no van a perderlo. Está aquí, está aquí. Están preparados. Los están. Siempre lo han estado. Una puerta abierta. Saltan dentro. Ya está.

                                                                           ***

En 1994 Kamil Zahir e Ismail Khalili, de veintidós y veintitrés años respectivamente, adictos a la heroína desde la adolescencia y vagabundos, son arrestados por la Policía afgana cerca de Kabul acusados de sodomía.
Durante los interrogatorios a que son sometidos ambos jóvenes no son capaces de explicar dónde o de qué modo han subsistido los últimos diez años de su vida. Cuentan una extraña historia sobre un errabundo viaje a través de las montañas del norte y Tayikistán en dirección Kirguistán y con intención de alcanzar Rusia. Dicen que para ello emplearon siete años de sus vidas. No dicen nada de qué modo se han ganado la vida. Las explicaciones no convencen a la Policía.
Continúan los interrogatorios durante días y al final la resistencia de Ismail Khalili se quiebra y decide confesar lo verdaderamente ocurrido: Que nunca emprendieron tal viaje a las montañas ni mucho menos llegaron a Tayikistán. Que por contra vivieron durante años, al quedarse huérfanos por la guerra y conocerse ambos, del pillaje, el extraperlo y el robo. Que pronto conocieron la drogadicción y la violencia. Que raptaron, violaron, asesinaron y comieron a una niña de cinco años, la cual la Policía afgana identificó como Fadula Gula, de la etnia pashtún. Que más tarde, acostumbrados a la carne humana y comprendiendo que el recurso a tal práctica antropofágica les procuraba un modo factible y ventajoso de subsistencia continuaron sus correrías por las ciudades de Ghazni, Bagram o Jalalabad y acechando la huida de los desplazados por la guerra hacia Pakistán.
Tras la confesión de Ismail Khalili, su amigo y cómplice Kamil Zahir hizo lo propio, siendo ambos encontrados culpables de los delitos de sodomía, secuestro, canibalismo y asesinato de al menos veinticuatro niños y jóvenes durante los diez años comprendidos entre 1984 y 1994 siendo condenados a la pena capital.
Kamil e Ismail fueron colgados del cuello hasta morir dos semanas después.