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martes, 8 de marzo de 2016

Caminábamos como los vivos... (VIII)



LLAMADAS O LLAMARADAS

     Siguió llamándola después de muerta. Todos los días, al llegar a casa. Cogía el teléfono, miraba la pantalla y a veces incluso la acariciaba. Se encendía un cigarrillo. Marcaba. Dejaba que el tono se agotara. Después saltaba el contestador automático. Entonces podía oír su voz: "Hola ¿qué tal? jajaja (escuchaba su risilla entre tímida y pícara que tanto le gustaba). No, no estoy en casa. Este es el contestador automático de Laura S. Esta es una máquina que me suplanta (decía la voz impostada como si fuera un robot. La verdad es que no tenía demasiada gracia, pero a él eso no le importaba)  Si quieres puedes dejar tu mensaje después de oír la señal. Piiiiiiii"
     Las lágrimas brotaban en cada llamada. Cada día. Siempre que llamaba. Sin embargo no podía dejar de hacerlo. Seguro que no era bueno para él. Emperrarse con aquello de esa manera.
     No se lo había contado a nadie. Ni siquiera a sus mejores amigos. Aquello pertenecía a su vida íntima. Más aun, pertenecía a su vida secreta. Se sentía vivo, se mentía. Después se tomaba otro trago y lloraba un rato más, hasta que se quedaba dormido, se emborrachaba lo suficiente para que el dolor se convirtiera en otra cosa o se secara.
     Un buen día la voz en el contestador ya no apareció y el tono se convirtió en otro tono y la voz en otra, lejana y fría: "el número de teléfono marcado no pertenece a ningún usuario de nuestra compañía"
     La primera vez que escuchó el mensaje algo se le quebró en el pecho. Era como si la hubiera perdido por segunda vez. Sabía que estaba muerta. Oh, sí, lo sabía, pero su voz... Ahora había perdido también su voz.
     No obstante continuó llamando y se llegó a acostumbrar a la nueva voz mientras añoraba la vieja. La voz querida.
    Volvió a llamar todos los días. Un cigarrillo. Una copa. El teléfono. Marcar. Esperar. Escuchar el nuevo tono. Escuchar la voz que le negaba cualquier posibilidad de comunicación. Resignación. Copa. Cigarrillo. Tumbarse en el sofá. Mirar el techo o la lámpara. A oscuras o en tinieblas. Recordar. Besar el recuerdo. Añorar. Y volver a llamar. ¿Por qué habría de renunciar? Cada cual vive la vida como le viene en gana.
     Ya ni recuerda cuánto tiempo lleva viviendo de este modo. Como le viene en gana. ¿Días? ¿Meses? ¿Años? ¿Milenios? Lo mismo da.
    Quizás no de lo mismo. Quizás deba parar. Ha olvidado aquella voz y aquella risilla que tanto le gustaba. Tiene dificultades para acordarse de la frase exacta grabada en el contestador. ¿Cómo era? Así no. Así tampoco ¿Cuándo reía?.
     Va a costarle. Va a costarle mucho. Llegar a casa y no desear tomar el teléfono. Una terrible adicción. La cosa que le daba un objetivo en esta perra vida. ¿Era un objetivo real? ¿Qué es real? Oh, Dios, no sabe que responderse. Sin embargo decide hacer una llamada más. Una última. Se acabó. Como un verdadero adicto que dice esto y luego dice lo otro. Lo hará. Lo hará.
     Se enciende el cigarrillo. Se sirve la copa. Ha elegido una botella de las buenas. Hay que despedirse a lo grande. Marca. Espera. Entonces. Entonces un nuevo tono. Como el de antaño. No surge la voz lejana y fría. No hay mensaje. Descuelgan. Siente una sensación que le surge del estómago y se anida en su pecho. Como una ligera posesión. Una voz. Una voz femenina:
     - ¿Hola?
     Una voz cantarina. Amable. Una voz que vuelve a interrogar:
     - ¿Quién? ¿Holaaaaa?
     No permite que la voz vuelva a preguntar. Cuelga. Aparta el teléfono. Lo tira sobre el sofá. Se sienta al lado. Se siente confundido y extasiado. El corazón le brinca. En su fuero interno no esperaba esto, aunque lo deseara. Han contestado. No, no es ella. ¿Quién podrá ser? Madre mía ¿Quién podrá ser?
     Se acurruca en el sofá y como un torrente acuden a él de un modo prístino y claro todos los recuerdos de ambos. De él y de ella. Cómo se conocieron, qué hicieron, como terminó todo. Sabe que no debe volver a llamar, pero va a hacerlo. Llama:
     - ¿Hola? -dice la voz. -¿Hola? -repite. -¿Quién eres, un gracioso? Pues que sepas que no me hace ni pizca de gracia, joder.
     Él va a contestar, pero de su garganta solo acierta a surgir un conato de palabra. Un gruñido. Algo como gaaarggg.
     - ¿Por qué no te vas a molestar a tu puta madre, guapo?
     Vuelve a colgar.
     Durante toda la noche sueña con una extraña que a él se le revela como la chica al otro lado del teléfono. Durante todo el día no puede dejar de pensar en otra cosa que en la voz, en la chica, al otro lado de la línea. Cree haber reconocido en la voz cierto parecido a la voz de Laura. Aunque quién sabe, está convencido de haber olvidado el timbre de su voz. Desde luego no es ella. NO puede serlo. NO debe volver a marca ese número nunca jamás. Quizás sea una buena idea borrarlo de la memoria de su teléfono. Sí, eso hará.
     Sin embargo no es fácil. Cuando uno tiene una fijación y nada más que el recuerdo y beber una copa y fumar un cigarrillo y mirar la pared o la lámpara encendida y desear que todo hubiera ido de otra manera a como terminaron las cosas entre Laura y él y lamerse las heridas que se reabren a cada golpe de memoria y en cada rostro el reflejo en el cristal. Tal es el torrente de sus pensamientos. Mierda. Se gira en el sofá y desearía que parase ese torrente y el contenido fangoso del mismo.
     Sabe que la única manera de acabar con ello es zambullirse en el deseo de dejarse caer en la acción. En la adicción. Se traga el trago y aferra el teléfono y marca el número y una voz femenina y ligeramente borracha le contesta al otro lado:
     - ¡Hola!
     - ...
     - ¿Hola?
     - ...Grrrr
     - ¿Hola?. ¡Joder, no empecemos! ¿Sabes que esto es acoso?
     - No, per... perdona, no es mi intención asustarte.
     - Entonces ¿cuál es tu intención?
     Y asombrosamente le cuenta lo sucedido. Le cuenta su historia de amor con Laura y los años felices pasados juntos y sus planes de futuro y que la muerte de Laura le lanzó a un abismo de tristeza y que el único consuelo que podía hallar era llamar a ese número de teléfono y escuchar la voz de Laura en el mensaje y su risilla y que un día dejó de aparecer y que otro día apareció otra voz (que en cierto modo le recordaba la voz de Laura) y que esa voz era la suya y que de ese modo habían llegado hasta aquí.
    - Lo siento. Lo siento mucho -Dice la voz femenina y ligeramente borracha. ¿Sabes? Yo también bebo para olvidar. Mi novio murió hace tres meses. Algo terrible.
     - Lo siento. Lo siento mucho -Dice él. ¿Qué ocurrió?
     - Prefiero no hablar de ello. Prefiero que me hables de ti.
     - ¿Cómo te llamas?
     - ¿Cómo te llamas tú?
     - Me llamo Z.
     - Bonito nombre.
     - ¿Cuál es el tuyo?
     - ¿Cómo te gustaría que me llamase?
     - No lo sé.
     - Me llamo Laura. Sí, me llamo Laura.
     Cae de culo en el sofá. "¿Será verdad lo que me dice? ¿Se llamará Laura de verdad o me está tomando el pelo, jugando a un juego cruel conmigo? No, esto es imposible". Se dice y luego revolotea nervioso por todo el apartamento hasta que encuentra un viejo álbum de fotos y lo abre y ve viejas fotos de Laura y de él sonriendo y poniendo caras de tonto en éste o aquel viaje aquí y allá, hasta que encuentra otro foto de Laura, ella sola, en la ventana del apartamento, el brillo del sol enredado en su pelo castaño claro lacio y sedoso. Laura parece muy triste en esa foto. No recuerda el momento o quién hizo la foto. No le gusta esa foto. Esa foto desencadena un nuevo torrente de pensamiento aun más fangoso, cruel y oscuro que el anterior. Y se le clava en mitad de la memoria.
     - Escucha, si de verdad eres Laura, dime qué ocurrió.
     - No quiero hablar de ello. Aquello no debió ocurrir nunca. Fue un error.
     - Pero... ¿Qué ocurrió?
     - Escucha, yo no soy tu Laura. Eres tú quien debe desvelar tus rincones oscuros. Suficiente tengo con los míos. El refugio o el horror. Todo esto es un completo sinsentido. Acabemos con ello.
     - Veámonos.
     - Estás loco. Eso es imposible. No somos nada. No nos conocemos. No eres más que una voz extraña al otro lado.
     - Pero... eres Laura.
     - Lo soy, soy Laura, pero no soy tu Laura.
     - ¿Qué ocurrió?
     Laura suelta repentina y bruscamente una carcajada. La carcajada suena a habitación rompiéndose, a mundos quebrándose. ¿De qué hablan? ¿Qué está ocurriendo?
     No puede con la culpa bajo el disfraz, bajo la máscara. Una última llamada. Lo desvelará todo. Será una liberación.
     - ¿Sí?
     - Perdón, creo que me he confundido.
     - ¿Por quién preguntaba?
     - Preguntaba por Laura.
     - Laura no está. ¿Quién es?
     - Oh, bueno, no importa, soy un a... un conocido.
     - Oh, lo siento mucho ¿Sabe? Laura murió hace tres días. Algo espantoso, terrible. Un terrible accidente.
     - ¿Cómo? Ayer mismo yo... hablé con... No es posible.
     - No le comprendo, señor.
     - ¿Qué ocurrió?
     - Un terrible accidente, algo espantoso. Laura cayó... cayó por la ventana, mi pobre niña.

     Cuelga. No quiere escuchar nada más. Revolotea por el apartamento hasta encontrar el viejo álbum de foto y de entre ellas toma la foto donde Laura aparece con el brillo del sol enredado en su pelo castaño claro lacio y sedoso, triste. Entonces recuerda el momento y quién hizo la foto.

martes, 25 de septiembre de 2012

Caminábamos como los vivos... (VII)



La cruel resignación de la madre joven empujando el carrito. La idea hirviendo en la cabeza como las cebollas en una marmita. Un parásito mental. La misteriosa ausencia del niño sentado en ese carrito, dentro de su severa parálisis cerebral. La mirada de este niño, fija en algún punto más allá, mucho más allá, tras las gafas gruesas. La boca abierta y negra como una cueva, y la lengua naranja fuera, erecta y señalante. Serpiente o gusano. O dragón o cebo o pene insensato. Las manos raquíticas retorcidas como garras o anzuelos y las piernas esmirriadas como alambres, incapaces de sostenerle o de cualquier otra cosa. La baba seca manchando su jersey azul cielo. Como un ectoplasma.

El paso raudo de la madre joven a través de la gente en la acera. Sin pedir permiso. Sin cortar el chup-chup de su pensamiento. Sin dejar de alimentar su parásito. El gruñidito del niño en el carrito. Apenas un gruj o algo parecido. Y un tranquilo mi niño de la madre joven, pero sin tocarlo.
Esa gente se aparta para dejarlos pasar. Quizás para no tocarlos. Y luego se vuelven y los miran de reojo. Y no dicen nada, pero piensan. Y en lo que piensan es en errores, en impureza, en castigos, en corrupción, en manchas. Pocos son los que sienten piedad, compasión. No importa.

De hecho nunca ha importado y nunca lo hará. La escena termina cuando el autobús arranca y los pierdo de vista y lo último que llego a ver es el borrón de luz zumbante que los envuelve a todos y los traga y los hace desaparecer. Después miro a mi alrededor y la gente sigue hablando tan alto como suele hacerlo, explicando sus parásitos mentales. Las bocas abiertas y negras como cuevas. Algunos dientes, podridos o no, asomando como ruinas, y las lenguas naranjas erectas y escupidoras. El ectoplasma de sus vidas fantasmales fluyendo por sus poros sin que se den cuenta. Y nunca se darán.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Caminábamos como los vivos... (VI)














Empieza con un quejido. Luego viene el llanto: el hijo ha roto a llorar en la habitación. El llanto del bebé se introduce en el sueño de los padres, dormidos en el otro cuarto, a través del ruido cavernoso del aparato. Brilla rojo. A veces asusta. Es el padre quien se levanta. Torpe, lento, agotado, los ojos casi cerrados, aun dormido. Bosteza, se rasca el trasero bajo los calzones. El hijo ha dejado de llorar. Al menos ahora no le escucha hacerlo.

El padre abre la puerta a oscuras. Entra. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra lo ve: en cuclillas, guardando el equilibrio, encaramado a los barrotes de la cunita hay un extraño ser -rojos ojos encendidos-. Tiene al hijo aferrado entre sus garras. El bebé es demasiado pequeño y no parece temer, se deja hacer, aunque balbucea algo parecido a papá. El ser abre su boca como un pico. Muestra su lengua bífida. De su garganta surge un sonido como un siseo o un crujido. Amenaza.

Una corriente fría congela la escena. Congela la mueca en la cara y la comprensión del padre. ¿De dónde habrá salido éste ser? Del sueño del bebé no ha podido surgir. ¿Qué conjuro estará invocando con sus misteriosas palabras susurradas?. La luz exterior de las farolas parece hacerse profusa en el cuarto. ¡Luz, maldita luz!. Ahora puede verlo todo. Pero todo no es nada. No están ni el ser ni el hijo. El padre ve las cosas como a través de una catarata. El padre cae desmayado, desplomado, al suelo.

Cuando despierta está otra vez en su cama. La boca seca, el estómago le quema, la cabeza le da vueltas. Siente haber dormido mil años. quizás lo haya hecho. La mujer no está a su lado, acostada o despierta. No están las fotos de la boda, ni están sus perfumes o sus cosas. La habitación es una verdadera leonera. Se levanta, se incorpora. Todo le da vueltas. Es entonces, entonces, cuando comienza a recordar: su hijito muerto en la habitación del hospital. La mujer llorando con el cadáver infantil en brazos. La luz blanca y fría de la sala de curas. Los rostros entre ausentes y severos de los doctores y las enfermeras. Su propia imagen rota en el cristal de las ventanas. Fuera llueve y hace viento. Dentro hace frío. Y más dentro, todo es como un iceberg. Estalactitas, carámbanos y estalagmitas. Las venas y las arterias ya no llevan sangre. Llevan el líquido de la desolación. Si tuviera el suficiente valor haría pedazos el mundo. Sólo está hecho pedazos el corazón.

El padre se lleva las manos a la cabeza mareada. A la deriva. Se lleva las manos a la boca abierta. El horror congelado. Está a punto de llorar. Los ojos vidriosos y rojos. A cada chispazo de memoria, de comprensión, se corresponde un átomo de hielo y de muerte. Se levanta, como un resorte, y echa a andar. Corre. Abre la puerta del cuarto del hijo. Allí, evidentemente, no hay nadie. Todo continúa igual que cuando el hijo salió por última vez: las sabanitas blancas, los posters de cachorros de perros y gatos, los peluches de animales, el caballito de madera para cuando creciera, las fotos de papá, mamá y el bebé sonrientes, los polvo de talco, las cremitas y los aceites, los pañales y la ropita sobre la repisa. Las lágrimas fluyen al ver la cunita fría. Habían puesto una piedra en su lugar.

lunes, 3 de octubre de 2011

Caminábamos como los vivos... (V)

















En el cuarto, el hermano mayor muerto trataba de matar al niño dormido. Se metía por los agujeros de la nariz o la boca abierta al respirar, y dentro del pequeño, intentaba asfixiarlo llenando sus pulmones de ectoplasma caliente o estrangulando su garganta. En última instancia se arrepentía y liberaba al hermano pequeño vivo. El niño lloraba y se despertaba envuelto en sudor y pesadilla. El padre se despertaba al oír el llanto y al precipitarse en la habitación oscura, el hermano mayor muerto se evaporaba de al lado de la cama. Se quedaba, vuelto transparencia, en cualquier rincón desde donde observar la escena: el padre abrazando al hijo y tratando de consolar su angustia. Él también lloraba. Y sus lágrimas invisibles caían al suelo enmoquetado y creaban una mancha indeleble.

El padre se acurrucaba junto al hijo, hasta que el sueño les vencía a los dos. Entonces el hermano mayor muerto recuperaba su forma de emanación y se escabullía hasta la otra habitación. Se deslizaba bajo el edredón y ocupaba el lugar del padre en el lecho, procurando no hacer ruido. No quería despertar a mamá.

Pero mamá no dormía. La madre vivía en una perenne ensoñación, desde que él muriera en el hospital, cuando al salir de cuentas el embarazo se complicó. No había podido superarlo y pasaba los días en casa conjurando su nombre, bebiendo, gritando al padre, o todo ello a la vez. Dedicada a funestos rituales domésticos.
Sin embargo su deseo de ser madre no mermó y, aunque ya no amaba al padre, pronto volvió a estar embarazada.

Antes de que los doctores le dijeran el sexo del bebé ella ya lo sabía, como no podía ser de otra manera. Y no de otra manera podía ser que la criatura se llamara igual que el hermano muerto. Y entonces le pusieron ese mismo nombre al nacer, y le acostaron en la misma cunita y le vistieron con la misma ropita que el hermano mayor. Y el niño creció llamado por su nombre, que era también el nombre de un difunto. Creció débil y enfermo, lastimero y gemebundo. La misma muerte canalla se veía en su rostro flaco, tan diferente de la salud. Espejo del infortunio. Laberinto de la calamidad.

La madre no pudo soportar su presencia y el hermano pequeño vivo pronto fue rechazado por ella. Tanto le aborrecía. Mamá se metió en la cama y no volvió a salir, sino para asomarse a la ventana y blasfemar crueles palabras y sortilegios. Para amenazar o forzar al mundo. Había vuelto a caer.

El padre se multiplicaba en sus esfuerzos: trataba de amar a su mujer, trataba de amar al bebé enfermo y trataba de amar sus recuerdos. No tenía mucho más. Y muchas veces se preguntaba consternado cuánto amor le quedaba, cuánto más podría dar. Se preguntaba si merecía la pena todo ello. Aun dormía en la cama junto a su mujer, pero jamás la tocaba. La madre le habría despedazado por haberle hecho salir de su ensoñación. Ella ya no tenía amor.




El padre se había quedado dormido, abrazado a su débil y enfermo hijo pequeño vivo. Soñando con montañas. El niño soñaba con caballitos de mar. El hermano mayor muerto ya no soñaba, él era soñado por la madre. Su nombre, como un hechizo, derruía las montañas, secaba el mar. La madre se giraba en el lecho y abrazaba la presencia maldita, esculpida en algo peor que la nada. Sobre escombros de delirios y desechos de una cotidianidad desintegrada.

martes, 24 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (IV)

















La niña enferma yacía en la habitación. Calva, postrada y en penumbra. La luz era demasiado para ella. Sonreía con una mueca gris y amarilla. Miraba la ventana. La ventana era demasiado para ella.
Habían colocado allí su vieja muñeca. Calva, gris y amarilla. La muñeca asomada a la ventana. La niña enferma hablaba con la muñeca. Y la muñeca no decía nada. Miraba la calle y callaba. ¿Que otra cosa podría hacer una figura inanimada?

La niña enferma le preguntaba a la muñeca si veía llegar a la madre. Y ante el silencio en el cuarto, imaginaba oír el ruido de la llave en la cerradura de la puerta. Pero sólo era el ruido de la fiebre y la visión en la pared. La visión era gris y amarilla como la niña enferma. Era una forma grotesca. Así, diás y más días.

La niña enferma preguntaba a la muñeca calva a ver si veía a sus antiguos amiguitos, abajo, jugando en la calle. Hacía mucho que no venían a verla y seguro que habrían crecido mucho. La muñeca, evidentemente, no decía nada. La muñeca calva sólo miraba por la ventana.

La mamá casi nunca estaba y la fiebre regresaba. Todos los días, con la visión. Y la visión comenzaba a hablarla. Al principio la niña enferma se subía las sábanas hasta la boca y se cubría. Pero miraba con los ojos abiertos como mundos y preguntaba a la muñeca inmóvil. Y muda. Decididamente estaba muerta de miedo.

Un día comenzaron los golpes en la casa. Retumbaban en las paredes y en sus huesos y en sus nervios enfermos. Apareció una grieta en la pared. La cruzaba formando palabras en el papel pintado. Ella apenas sabía leer, pues había tenido que dejar el cole cuando comenzaron los mareos, pero trataba de descifrar el extraño alfabeto. Pronto no tuvo que hacerlo más, pues unos horribles gritos comenzaron a escucharse. Y la vieja muñeca gris y amarilla giró la cabeza, pero no dijo nada.

En cierta ocasión el padre vino a verla, pero no se quedó demasiado. Y al despedirse él lloró y ella atrapó una lágrima en su mano. A ver si era de su talla, por que ella hacía mucho tiempo que ya no lloraba. Ni siquiera cuando el padre y la madre discutieron y se insultaron en la puerta de la calle. Quería ver si le valía. Al menos estaba calentita.

Cuando la madre cerró de un portazo comenzaron de nuevo los golpes en la casa. Y el alfabeto y los gritos. Y comenzó la fiebre y la visión en la pared. Pero ya no tenía miedo. Las cosas vistas muchas veces pierden el poder de la sorpresa y se aprende a habitarlas.
La muñeca volvía a mirar por la ventana y tenía una lágrima en su cara. La niña enferma estaba muerta.

El alfabeto extraño en la pared mostraba el nombre de otros muchos niños muertos. Asomados a la ventana. Observando cuánto habían crecido los otros niños muertos.

viernes, 20 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (III)













Estaba cubierta de sangre. Desorientada y aturdida. Podía reconocer el rostro que reflejaba el espejo del cuarto de baño como su propio rostro, pero no lograba entender qué hacía allí. En el cuarto de baño. En su casa. Tenía que estar en otro lugar. Debía estar en otro lugar. Por eso se había escapado. Por eso había dejado a su marido y sus hijos.
Se tocaba la cara hinchada y los párpados hinchados y sentía un fortísimo dolor de cabeza y la nausea en la boca del estómago. Le decía cosas a la imagen reflejada. Sin demasiado sentido. Y al abrir la boca podía ver los hilillos de sangre en las encías y en los dientes. Se decía a sí misma que esto debía haber sido un accidente, después de todo. Estaba enfadada. Estaba muy enfadada.

Se tumbó en la cama con las ropas ensangrentadas y el cabello ensangrentado. Entonces se dio cuenta de que aun tenía el bolso aferrado a su mano. No tenía ni idea de qué estaba ocurriendo.
Los objetos de la habitación le eran todos familiares. Con esa familiaridad ajena de las cosas vistas mil veces. La lámpara china y barata de papel, manchada de cadáveres de mosquitos y polillas; el armario de Ikea cuyas puertas nunca habían encajado bien, la mesita medio coja y la cómoda heredada que siempre había deseado tirar. Nada en la habitación hacía juego o funcionaba, y reflejaba lo sórdido y mezquino de su vida.
Todo ello había hecho mella en su espíritu. El marido derrotado, que la culpaba de su propia falta de voluntad; los hijos imposibles de dominar, peores que los enemigos desconocidos. Pero estaba segura de que nada de eso le pertenecía ya. No podía recordar. Hacer que aquello tuviera un sentido, pero sabía, o más bien intuía, que todo aquello había acabado. Si no podía recordar, sería mucho mejor. De un modo u otro había dado con la clave de una nueva vida. Entonces se dio media vuelta sobre el colchón y rodó debajo de la cama.

El marido llegó y se desnudó y se metió en la cama y durante el sueño ella se plantó ante él. Y lo estuvo mirando durante un largo rato. Y después cogió los sueños de él y los metió en el bolso.

Al despertar el marido lloraba desconsoladamente sentado al borde de la cama. El primer pitillo del día entre sus dedos, convertido en ceniza. El primer aliento del día derrotado, dentro de su pecho. Y la cabeza, rellena de cebollas.
La mujer podía oírlo sollozar bajo la cama. Después salió, y mientras él se preparaba un café aguado con lágrimas, fue al cuarto de los hijos y metió el aliento de ellos en el bolso. Y cuando se levantaron ya no tenían voluntad y estaban cansados. Con un cansancio de dentro afuera. De venas y arterias tensadas. De peluche podrido. Después se abrazaron al padre y todos lloraron. Pasaron una semana entera llorando, con una melancolía brutal que decorada las paredes. Aunque no sabían por qué. Ni nunca se lo preguntarían lo suficiente. Mientras, la mujer se ocultaba tras las cortinas, en los rincones, bajo las mesas y bajo las camas, en las manchas de humedad, y les seguía hurtando los sueños, los nervios y el aliento. Todo lleno de sangre.

Un día el padre se derritió como una forma de cera sentado en el sofá, y los hijos dejaron allí la mancha. Porqué en ella había dos ojos que parpadeaban sorprendidos.
Ese fue su final. O no, a nadie le importaba ya. Por la noche la mujer los cogió y se los comió. Su sabor le pareció exquisito. Con sabor a hiel y nieve.
Por la mañana devoró a sus hijos. Sin violencia, sin poesía. No había nada más que hacer.

Jamás fueron felices ni llegarían a serlo, pero habían aprendido una valiosa lección.



Al despertar la mujer volvió al baño. Se desnudó y se duchó. Le costó quitarse la sangre del cuerpo. Después se miró largo rato en el espejo grande del armario de Ikea, y no consiguió ver ninguna herida. Aquello la confundió aun más, aunque ya le estaba abandonando la jaqueca.
En la cocina se preparó un vaso de vino. Entonces llegó el marido y, un poco después, sus hijos. La cena aun no estaba preparada.

Se encendió un pitillo. Aunque ella no fumaba.

Caminábamos como los vivos... (II)
















SEGUNDA PIEL

Se había enamorado perdidamente de la chica.
No se atrevía a decirle nada o a declararse. En lugar de ello le envió a su sastre.

La muchacha comprendió el mensaje. A toda prisa huyó de la ciudad, aferrada a un ligero equipaje.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (I)





















Tenía más de sesenta años y vivía sola. Se había casado joven y se había ido a otra ciudad. Un sitio lejano. Tuvo tres hijos y su marido murió. Pronto.
Luego se casó de nuevo, y su marido trajo otro hijo. El marido también murió. Joven aun. Y luego murió el otro hijo. Y después, su propio hijo pequeño.

En la casa ya no se oían ruidos. Sólo el televisor.

La mujer solía levantarse por las noches, cuando la descomposición le agarraba la barriga. Lo hacía desnuda, porque así podía sentir su polla bamboleando entre las piernas. Eso le recordaba que aun estaba viva.