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lunes, 14 de noviembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (IX)












El suyo era el peor trabajo del mundo. Se sentaba con los moribundos y comía con ellos. Entonces todos los pecados de aquel que iba a morir pasaban a ser suyos. Inmediatamente tenía que ir al retrete y vomitar. A veces toda la mierda salía enseguida. Así arrojaba afuera todos los pecados. En cambió, otras veces no podía y tenía que meterse los dedos hasta casi tocar la campanilla y forzarse a vomitar. Terminaba agotado, consumido y arruinado. Se miraba en el espejo y se tocaba las profundas arrugas que surcaban su rostro prematuramente envejecido. No se sentía reconfortado. De hecho maldecía su puñetera suerte. Como recompensa, su úlcera le mataba en los días oscuros.

Cada trabajo le acercaba más a Dios. Como si él hubiera hecho ese pacto, como si él hubiera pedido ese contrato. Lo que el hombre deseaba era un trabajo sencillo y aburrido -uno alienante y sin esperanza-, una copa o una cerveza y un pitillo, y echar un polvo de vez de en cuando. No era pedir demasiado. ¡Oh, no, no lo era!. Pero todo lo que tenía era un alma atormentada, un pensamiento que no comprendía, un cartón de leche rancia y un paquete de pañuelos para limpiarse cada vez que se masturbaba. ¿Qué había hecho él? ¿Será verdad que todos nacemos pecadores y que Dios, en sus caminos inescrutables, nos tiende emboscadas y nos señala para éste tipo de labores? El trabajo sucio, sí señor. Alguien tenía que hacerlo. Pero, claro, siempre podía ser otro alguien el indicado.

El hombre tampoco se preguntaba mucho más allá. ¿Por qué habría de hacerlo sí, al fin y al cabo, no comprendería las respuestas? Damos por hecho que comprenderemos la solución al enigma, que no seremos devorados por él; que seremos capaces de soportar la luz tras el velo. Él sabía que no. En eso no era demasiado arrogante. Sólo era que le gustaba quejarse. Hacerse el interesante. Señalar a Dios como causante de todos sus males y de los que estuvieran por venir. Lo hace con el dedo manchado de porquería. Pero no es un mal tipo. Oh, no, no lo es. Tan sólo un poco despistado y vago.

Así que llega allí, donde ha sido requerido, y se sienta a la mesa o se acomoda en la cama. Sonríe al moribundo y le mira a los ojos. Toma el último alimento y lo muerde y luego se lo pasa al que está a punto de morir. O bien lo hace al revés, es primero el moribundo quien prueba la comida y luego lo hace él. Aunque de este modo no le gusta, pues la mayoría de ellos apenas pueden masticar y lo dejan todo lleno de babas. Hay veces en que tampoco le gusta la forma en que están cocinados los alimentos: que si demasiada sal, que si demasiada poca sal, muy cocido o poco hecho, rancio, amargo, etcétera.... Y no hablemos del picante. Antaño le gustaba, pero hoy, con su úlcera, no puede ni probarlo. Por no desairar a los desdichados lo toma, aunque sabe que después lo pasará mal. Desde luego esto le parece más insoportable que sus dolores de alma. Tiene decidido dejar de hacer éste tipo de concesiones. ¿A quien puede ofender? ¿No es acaso más importante su sagrado trabajo de sanador de pecados que una ridícula falta de cortesía? Ummm, quizás no lo sea. En fin, que compartido el alimento se completa el canje, el cambio: los pecados del moribundo se instalan en su alma, en su espíritu, en lo que sea. Entonces es como un recolector de basuras. Toda la podredumbre y las malas acciones, los crímenes, las injurias y las promesas rotas le entran dentro, y lo van devorando. Oh, sí, él puede luego sacarlo, pero algo siempre se queda dentro. Tampoco le preguntéis cómo funciona esta magia (si es que podemos llamarlo así sin ofender a Dios) esta transmutación, transfiguración o como demonios se llame la acción. Eso es, ni siquiera sabe como se llama su profesión. Lo mejor de todo es que él ni siquiera cree creer en Dios. Pero parece que a Dios esto último no le importa. ¿Por qué habría de hacerlo? Él es El Chulo Supremo. Bueno, así le gusta llamarle. También le gustaría verle algún día. Exista o no. Qué más da. Verdaderamente se muere por un trago. Quizás ésta noche lo haga. Quizás se meta en un bar y beba hasta reventar. ¿Quien podría culparle? ¿Quien habría de echarle de menos, añorarle? Créanme, ni siquiera los moribundos a quienes limpia de pecados. ¿Ni siquiera ellos? Ni siquiera ellos. Nadie cree ya en el pecado. Nadie cree estar a salvo de ellos.

Cuando termina su trabajo siempre llueve. Camina por las calles bajo el agua y nunca encuentra taxi. Inevitablemente siempre es de noche, y llueve (oh, esto ya lo había dicho) Todos los locales están cerrados y su casa oscura y fría está lejos y es poco confortable. No habría estado mal que le hubieran ofrecido, no sé, un vaso de agua, un rincón calentito o un abrazo, allá donde ha realizado su último trabajo. Pero las personas sólo piensan en sus cosas y eso les lleva mucho trabajo. Hay que llorar al muerto. Hay que vestirlo. Hay que hacer frente a las molestias. Así es. Él no tiene a nadie. Mejor así, sin duda. Bueno, él tiene a Dios. No sabe si eso es mejor.

Entonces ve una luz al final de la calle. Sus ojos no pueden ver otra cosa, y sabe que tiene que dirigirse hacia ella. Por un momento se pregunta si es que habrá llegado el momento de conoces al Supremo Hacedor. No siente nada. Sólo la curiosidad le mueve. La luz es un bar o un club de alterne. El neón brilla con un resplandor rojo, como infernal. Sin embargo el local se llama El Séptimo Cieloo. Piensa una vez más en la úlcera, en el dolor. Al carajo, se dice. Entra.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VIII)















El terror ya no sucede en enormes y viejas mansiones victorianas, en ruinas de hospitales mentales o castillos medievales. El horror hoy sucede en pequeñas habitaciones de pisos de apartamentos. En los oscuros dominios de las pequeñas personas. El ritual ominoso se da a la hora de la cena. Las miradas asesinas, los pensamientos encerrados y crueles. El deseo de algo peor.


De repente el hombre se levanta de la silla. Ésta cae con un crujido y un golpe seco. Mira a su mujer y a su hijo pequeño. No dice nada. Lanza de mala leche el tenedor sobre la mesa. Cae sobre el puré de patatas de sobre con salchichas de sobre y salpica a la mujer y el niño pequeño. Se hace un silencio. El hombre se echa a llorar. No dice nada. Se marcha a la habitación, cierra la puerta, apaga la luz y se tumba en la cama sobre la colcha.

La mujer limpia al niño pequeño que llora. Se limpia ella misma. Terminan de cenar sin hablar. En la tele están pasando Bob Esponja y el niño pequeño no sabe si tiene que reír, volver a llorar o callar y adoptar el gesto aprendido necesario. Un gesto estereotipado que usará siempre más adelante, cuando la ocasión lo requiera.
La mujer también sabe de gestos aprendidos. No acude a la habitación inmediatamente. Actúa casi siempre por instinto, como todos. No es una mujer reflexiva, ni falta que hace. Recoge la mesa. Recoge la silla, que había dejado caída. Friega los platos y los cubiertos. Barre el suelo. Deja al niño pequeño ante la televisión, dibujando extraños seres medio antropomorfos medio garabato. Seres infantiles mitológicos. Después, cuando crezca, dejarán de existir.

Sólo después de haber hecho esto la mujer acude a la habitación a hablar con su marido. Golpea tímidamente la puerta. Dos ó tres veces. No obtiene contestación. Decide entrar y se encuentra la oscuridad interior. Todo está en silencio. El hombre no está. La cama está vacía, pero la ventana está abierta. Viven en un séptimo piso. La mujer se altera y emite un leve grito. Se precipita sobre la ventana e instintivamente mira hacia abajo. Busca con su mirada en la penumbra de la tarde noche. Aun no están encendidas las farolas de la calle. Aun así no ve nada. No está el cuerpo de su marido estampado contra la acera o los coches. En este punto no sabe qué sentir, si tiene que sentir alivio, pena o terror. Sobre esto no sabe que estereotipo utilizar. Está desconcertada.
No ha mirado arriba: unos diez metros sobre su cabeza, flotando en el vacío, se encuentra el hombre, su marido. Tiene los brazos en cruz, los ojos en blanco. Flota extasiado en el aire. ¿Cómo es esto posible? Da igual, la mujer tira del hilo rojo que los une y hace entrar al marido de vuelta en la casa. Lo abraza, lo besa, trata de hablarle. Él no dice nada, no puede sentir nada. Aparta a la mujer de sí. De hecho, comienza a empujarla hacia la puerta de la calle. Hace un gesto que la mujer comprende bien y toma entonces a su hijo pequeño en brazos. Salen los tres.

En el coche el marido continúa con su misterio. El instinto de la mujer le dice que tiene que volver a tirar de estereotipo. Habla, gimotea, le recuerda quienes son ellos. Son su hijo y su mujer. El hijo llora. Esto podrá ayudar. Abraza al pequeño, pero no lo consuela. Sus lágrimas pueden ser la solución al enigma.
Entonces el marido toma un desvió oscuro. Un camino de tierra. Se dirigen al bosque. Apaga las luces y conduce un poco más. La oscuridad se ha hecho total. Detiene el coche sin parar el motor. Se baja y hace bajar a la mujer y al hijo pequeño. Ella se hinca de rodillas y pide compasión, misericordia, piedad. Lo ha visto hacer en una película, y entonces salió bien. El marido no va a matarlos. Va a abandonarlos. No dice nada, como en toda la tarde y toda la noche. No los mira; se da la vuelta y regresa al coche. Se aleja de allí mientras que la mujer se aferra a la manilla del coche, gritando, llorando, tratando de hacerle reconsiderar su decisión. No hay nada que hacer: el hombre acelera, aun a riesgo de chocar contra los árboles.
Cuando se aleja no mira por el retrovisor. Ya sabemos que ocurre si uno se gira para ver. Nosotros sí podemos observar a la mujer con el hijo pequeño en brazos: iluminados por las luces frías del coche, adquiriendo un brillo espectral. Los brazos de los árboles azotan sus ramas hacia ellos y parecen querer abrazarlos o atraparlos. Su imagen se va empequeñeciendo como un recuerdo, hasta desaparecer, engullidos por el olvido o la oscuridad.


Al llegar a casa, el marido deja las llaves en el cuenco de la entrada. Su hijo pequeño sale de su escondite. ¡Buh!, dice, y el hombre hace como que se lleva un gran susto. Se abalanza a los brazos cariñosos del padre y éste le da un sonoro beso y un gran achuchón. La mujer le besa también. Le besa en la mejilla, espátula en mano, delantal ceñido; la pierna flexionada a la altura de la rodilla en un gesto coqueto, hacia atrás. Se quieren. Nada podría ir mejor. La mesa está puesta. El puré de patatas de sobre con salchichas de sobre humea en la mesa. Se sientan a cenar.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VII)





















Se alimenta de su risa. La bestia permanece en la sombra. Espía. Acecha. Nunca se deja ver. Cuando la escucha reír, su extraño ser tiembla entero. Una rara mezcla de satisfacción y pena le embarga. Aúlla para sus adentros, y maldice su condición. Sin embargo no puede abandonar esa sombra. Si se mostrara, sería destruida. La bestia está irremediablemente unida a su presa.

Han pasado los años. La risa de la mujer se va agotando. Se está haciendo vieja y cada día le cuesta más reír, sonreír. Se mira en el espejo, desnuda, y se toca la carne antes firme; los senos que antaño apuntaban desafiantes como una pistola. Sabe que todavía puede resultar deseable. Pero ella ya no tiene mayor deseo. Sus deseos se fueron secando. Un buen día supo que nada iba a ser como ella creyó que sería. Sin mayor tragedia. Sin otra cosa. Sin ovaciones, ni lágrimas, ni bises, ni nada de nada. ¿A quien podrían importar aquellas cosas que ocurren a otros? ¿Acaso nos importan a nosotros?.

La falta de risa está matando de hambre a la bestia. Podría abandonar aquella sombra y buscar otra desde donde acechar. En otro lugar. Al lado de alguien más joven, que aun tenga motivos y ganas de reír, y alimentarse de ella. Pero no lo hace. Y no lo hace porque secretamente la bestia está enamorada de la mujer.

Esto es una gran equivocación. Un grave problema. Su naturaleza le exige un alimento muy concreto: la risa de la humanidad entera, de sus mujeres, de sus momentos mágicos, de sus creencias, ilusiones, promesas y deseos. Se trata de tomar lo que le falta. Completarse en el otro lado. Arrebatar, quitar, desposeer, para tener. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Se quedará allí la bestia, plantada en la sombra, hasta consumirse de hambre y consumirse de amor? ¿Saldrá afuera, a la luz, revelando su condición y matando a su presa, a su amada?.

Una lágrima cálida resbala por su mejilla y cae en la palma de su mano. La mira. Mira sus garras duras y afiladas. Cierra el puño y aprieta fuerte hasta hacerse sangrar. Da un paso vacilante y su extraña forma sale de la sombra. La bestia se queda quieta en mitad de la habitación. La mujer está desnuda ante el espejo. Se dice que aun es deseable y se acaricia la piel. La bestia alza la mano para proteger sus ojos de la luz; para poder ver en el resplandor. En aquel momento se siente vulnerable, y no le importa. La mujer puede ahora ver a la bestia. No tiene miedo. Ni siquiera parece sorprendida por su aparición. Como si hubiera sabido de su presencia desde siempre. Tampoco parece avergonzada por su desnudez. Quizás esto mismo le conceda poder. Parece tener la situación bien controlada.-Ven. -le dice a la bestia. -Yo te conozco. No te aflijas más.

La bestia se derrumba. Cae de rodillas. La mujer le abraza en su cálida desnudez. Levanta su insólita cara y mira a los ojos del ser. No hay sonrisa en su rostro, pero la bestia se pierde en sus ojos y, por vez primera en su abyecta vida, ve algo que jamás había visto antes. No sabe ponerle un nombre. No sabe sentirlo. Le supera. Le destruye. La bestia cae muerta al instante. De sus fauces entreabiertas surgen mariposas, pajarillos y flores hermosas que flotan o echan a volar y que se escapan a través del espejo.

La mujer arranca la piel velluda a la bestia y se cubre con ella. Se acurruca en el rincón, en la sombra.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VI)

















Su pensamiento era una máquina de matar. La cosa permanece encerrada en la cabeza, brillando, bombeando, golpeando, corriendo loca entre las circunvoluciones de la masa cerebral. Chasqueando entre las conexiones neuronales. Pero nunca hacía nada. Su pensamiento no le pertenecía. Ni sus actos, sus hábitos o sus sentimientos. Todo le pertenece a otro. A otros. Muertos. Vivos o medio-muertos, medio-vivos. ¿Puede entonces acaso elegir?
Sus ojos se encendían, pero no podía penetrar la piel de las cosas. La piel del mundo. Tenía que conformarse con habitar la superficie, lo obvio. Se consumía con un fuego que le agotaba. Enormes, brillantes bolas de pensamiento. Se deshacían en la corriente del pensamiento global. Oh, lo que hubiera dado por convertirse en el terrorista psíquico que vaticinaban sus papás. No era más que un Oscuro. Invadido de parásitos.

En el sueño es quien desea ser: asola la ciudad, pisa las nubes y desde allí orina a la incrédula muchedumbre. Elige cuidadosamente el papel que desea representar. Sin duda, sin equivocaciones.

Después despierta y desnudo frente al espejo ensaya sus ataques psíquicos. Pone caras, hace ¡zas! y amenaza. Profetiza Su Reino del Terror, pero pronto se cansa. Y se vuelve a tumbar. Desnudo no vale demasiado. Es el hombre sin Nada de Nada. Pero no lo sabe aprovechar.

Más tarde suena el teléfono y una voz le indica lo que hay que hacer. Allí lo tiene: el signo, el momento indicado. Cree haberlo comprendido. Y se asoma a la ventana y grita y un avión cae desplomado ¿Ha sido así? ¿Ha sido su alarido o una simple casualidad? Los transeúntes fingen no haberle escuchado. Es un loco más. Sin embargo el invierno ha comenzado.

Todo ello ha sido demasiado para él. Cierra la ventana y regresa al interior de su habitación. No es un chamán, no es un guerrero psíquico. Su pensamiento era una máquina de matar. La cosa permanece encerrada en la cabeza, brillando, bombeando, golpeando, corriendo loca entre las circunvoluciones de la masa cerebral. Chasqueando entre las conexiones neuronales. Pero nunca hacía nada. Su pensamiento no le pertenecía. Ni sus actos, sus hábitos o sus sentimientos. Todo le pertenece a otro. A otros. Muertos. Vivos o medio-muertos, medio-vivos. ¿Puede entonces acaso elegir?
Sus ojos se encendían, pero no podía penetrar la piel de las cosas. La piel del mundo. Tenía que conformarse con habitar la superficie, lo obvio. Se consumía con un fuego que le agotaba. Enormes, brillantes bolas de pensamiento. Se deshacían en la corriente del pensamiento global. Oh, lo que hubiera dado por convertirse en el terrorista psíquico que vaticinaban sus papás. No era más que un Oscuro. Invadido de parásitos.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (V)
















El sol, a primera hora de la mañana, da sombras y añade dramatismo; esto, lo sabe todo el mundo. Pero parece ser que no lo sabían en el pequeño pueblo del valle. La luz de la mañana había sido detenida en aquel lugar, y durante cientos de años se reflejó la misma hermosa luz en las aguas del tranquilo lago que bañaban sus campos y las vidas de sus gentes. Gentes ignorantes que, dominadas por el encantamiento, cayeron en esa sombra y añadieron el dramatismo a sus tristes existencias.

Lúgubres semblantes y torturados gestos podían observarse en éste amanecer eterno. Vivían sus vidas como espectros y por todos lados se escuchaban lamentos.

Lo habían conseguido, pero detener la belleza del instante en el amanecer trágico les había salido demasiado caro, entregados ahora a la hora del lobo; dando palmotazos, tratando de discernir entre la bruma.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (IV)





















El tiempo se había detenido en la casa. Un tiempo suspendido, roto, como el espacio. Un no-tiempo, un portal interdimensional, como marcado por el rascar de la aguja en un vinilo rayado. Clac, clac, clac, clac. Si abrían la puerta a la calle les saludaba un abismo o un Juego de la Oca. No la abrieron nunca más.

Podían sentir cómo eran observados desde el edificio de enfrente. Ojos escrutadores. Vigilantes. Mentes poderosas que invadían las suyas y proyectaban sus pensamientos contra la casa. Contra ellos. Contra sus vidas.
Si callaban y escuchaban atentamente podían oírlos reptar por la fachada. Y entonces corrían a cerrar las puertas y las ventanas. Aunque intuían que otra vez habían llegado tarde; que ya estaban dentro, materializados en la habitación. Al girar la cabeza, desaparecían. Y todo volvía a empezar.

¿Qué era aquello? ¿Cuándo había empezado todo ello? ¿El día que escucharon las palabras en la calle? ¿La voz que se dirigía a ellos y que parecía surgir de todas partes? ¿El día que los muchachos les atacaron y los perros les aullaron? No sabían decirlo con seguridad, pero sí sabían que si algunas palabras podían destruirlos, otras podrían curarlos.

A partir de entonces se integraron en la sombra. La aceptaron y aprendieron a comunicarse con ella. Cada crujido, cada chasquido, golpe, chirrido, susurro, cada signo, cada símbolo. Aceptaron que habían sido engullidos por el vientre del monstruo, por lo desconocido, y que, una vez muertos, podrían renacer. Tal era el precio que había que pagar.

Olvidaron los viejos tiempos felices. Naderías, insignificancias. Y entonces se materializaron sus enemigos: Los Niños Marcados. Allí, en el corredor de la casa, en las paredes... Ahora podían hacerles frente. Tenían el alfabeto. Se reconocieron a ellos mismos en los rostros de los Niños Marcados, a pesar de las muecas terroríficas y de las terribles cicatrices. Abrieron sus bocas y les hablaron y abrieron sus brazos y los abrazaron. Al instante los fantasmas se desvanecieron, dejando sobre el suelo un charco de perlas.

Entonces creyeron haberse liberado. Se miraron a los ojos y comenzaron otra guerra.

martes, 6 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (III)





















Al final lo había hecho. Había preparado el baño con agua caliente y una vez dentro se había cortado las venas.
No había necesitado más ritual. No hubo velas, ni copas de cognac, ni notas de despedida. No había ya nadie a quien decir palabra. No hubo lágrimas.

El agua se tiñó de rojo rápidamente y rápidamente comenzó a sentir un dulce sopor. Se durmió. Y luego se despertó.
El agua se había quedado fría. Estaba helada y la mujer tiritaba. Ya no manaba sangre de las muñecas abiertas.
Se echó por encima una toalla y se deslizó vacilante hasta la cama. Se tumbó; tiritó un poco más; miró al techo, a su gato japonés de la buena suerte llamando con su brazo; miró al reloj; miró sus heridas; se debatió un rato en pensamientos que no podía asir. Y a la mañana siguiente se despertó. Todavía viva.

Lloraba. No había dejado de llorar toda la noche. Durante el sueño, agitado, y ahora en la vigilia. Comprendía muy bien qué había ocurrido, aunque prefería no pensar en ello. Ni mucho menos verbalizarlo.
Sólo había caminado un poco, como Parsifal, y sin embargo había avanzado mucho. Quizás demasiado.

¿Con quien podría compartirlo? Nadie lo entendería. De eso estaba segura. Pero ¿Y si todo había sido una equivocación? Una mera confusión de sentido. Un chiste extraño y cruel. No, había ocurrido. Lo había hecho. Kaput. Finito. Terminado. Y sin embargo ¿Qué había cambiado? Todo parecía igual. Las mismas sensaciones. El dolor, el dolor, siempre el dolor. Y el miedo. Entonces ¿De qué había servido todos aquello?.

Volvió a llenar la bañera de agua caliente. Volvió a meterse en ella. Volvió a cerrar los ojos. Volvió a despertarse helada.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (II)













Daba mucha penita verla. A la niña le había dado una especie de ataque, una parálisis cerebral. Algo extraño. Los padres se la habían encontrado en el pasillo: de pie, inmóvil sobre un charquito de orina y con los pies descalzos; el camisón blanco manchado de esa misma orina; los brazos flojos colgando como cuerdas; el cabello rubio suelto, sucio y sudado, se había vuelto blanco; la cabeza ladeada sobre el hombro, temblando en un interminable proceso nervioso -Esto era lo que más hacía llorar a la madre-. El rostro, lívido, los labios contraídos en una estrecha línea continua y los pómulos infantiles deprimidos. Lo que más hacía llorar al padre eran los ojos: unos ojos desmesuradamente abiertos, grises y rojos, miraban donde la mirada humana no podía penetrar, hacia un no-lugar. Sus ojeras eran moradas y negras y azules y convertían sus cuencas en cráteres o entradas al infierno. Las miradas ajenas que se posaran en ese horizonte de acontecimientos se perderían sin remedio como en un agujero negro.

La recluyeron en su cuarto con sus posters, sus muñecos, sus cosas, el obstáculo de su nuevo estado y el miedo.
La influencia de la puerta cerrada inundó la casa y todo se volvió lúgubre. Cegaron las ventanas. El susurro se convirtió en el lenguaje y los ataques de ira y llanto. La guerra psíquica. El acceso a oscuros rincones mentales. La vida en las esquinas.

Durante el día la situación todavía era tolerable: la niña yacía en el cuarto, la madre leía en su habitación y el padre bebía en la cocina. Al llegar la noche llegaba la caída. La chica comenzaba a levitar sobre la cama, la madre a cuchichear y murmurar su gorigori y el padre por lo general estaba ya demasiado borracho para enterarse de lo que pasaba.

Alguna de esas noches la muchacha aparecía en la habitación de los padres. Inmóvil, plantada delante de la cama. Mirándolos desde aquellos ojos perdidos. El dedo índice de su mano sobre los labios -¿Les estaba mandando callar? ¿Querría compartir un secreto?-. La cabeza, la cabeza era una batidora. La observaban en la penumbra. Estaban muertos de miedo. Su pequeño amor se había convertido en una quimera. ¿Qué era su pequeño amor?. Las manos palpaban el vacío y la oscuridad buscando la lámpara en la mesita. Una luz. Tanto necesitaban una luz. Y entonces era todo peor: entonces se cercioraban de que aquello era real.

Otras veces, cuando el hedor se hacía insoportable, la madre tomaba en brazos a la muchacha y la llevaba hasta el baño y la bañaba. Era el único momento en que no tenía miedo porque le recordaba cuando la niña era un bebé. Y el bebé le sonreía y estiraba sus bracitos regordetes para acariciar su rostro. La madre entonces le sonreía y le cantaba esperando que su canto rompiera el hechizo. Nunca lo hizo. Acariciaba el pelo de su hija y frotaba suavemente con jabón su cuerpo níveo. La ternura se apoderaba de ella y era entonces hasta capaz de mirar aquellos ojos que no se habían vuelto a cerrar. Y que ella no se había atrevido a volver a mirar.
Uno de esos días la niña comenzó a sangrar. La madre cesó su canto y miró sus manos rojas y gritó. La sangre manó como un río, un torrente, en profusión. Brotó de su sexo infantil, de su boca, sus ojos y de los poros de su piel. Y cuando hubo rebosado el baño, ya no sangró más. La madre resbaló, cayó en el líquido rojo y volvió a gritar. Creyó volverse loca. Quizás lo hizo en aquel momento. Aulló el nombre del padre y él vino y vio la escena y no dijo nada. Todo se quedó en el interior. Tomó el cuerpo de su hija -¿Era eso su hija?- y la sacó del baño y la llevó a su cuarto y la metió en la cama y cuando la madre dejó de llorar y de aúllar ambos la cubrieron con una sábana y la dejaron allí. Y la chiquilla volvió a sangrar durante la noche. Y por la mañana la sangre había empadado la sábana y formado una costra dura o postilla que envolvía el cuerpo infantil. Como una crisálida, como una ninfa.

Decidieron no volver a entrar en la habitación. Esta vez ya no. No volver a hablar de ello. Nunca más. Olvidar. Negar. Quizá así desaparecería.

Y desapareció. Días después encontraron la puerta abierta de la habitación. Y recordaron y hablaron de ello, en susurros, sin saber qué hacer, y volvieron a entrar atenazados por el miedo. El miedo a su hija querida, a aquello en lo que se había convertido su hija querida y a lo que no se habían sabido enfrentar. Pero la niña ya no estaba en la cama. No estaba en la habitación. Sólo encontraron la colcha manchada de sangre reseca y la sábana rajada. Se miraron sin comprender y sin encontrar comprensión en la mirada del otro. Nunca lo habían hecho. ¿Así que de éste modo acabó? Se dijeron, sin alivio, sin consuelo. Esta vez sin emoción.

No repararon en la sombra sobre sus cabezas.

sábado, 27 de agosto de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (I)
















Un hombre viejo encuentra una piedra en el parque, la recoge y la lleva a casa. Se pasa toda la tarde con ella en la mano y durante el duermevela trata de recordar algo indefinido, caliginoso como una neblina. Algo que, efectivamente, tiene que ver con esa piedra insignificante. No puede. Se duerme.
Al día siguiente vuelve al parque, como todos los días, y en el lugar donde encontró la piedra vuelve a hallar otra. Exactamente igual a la primera. La recoge. La mete en el bolsillo de su chaqueta. Se encamina a casa apoyándose en su bastón. En casa los recuerdos no llegan.
Pasan los días, siete. Ya tiene nueve piedras. Idénticas. Al décimo día descubre a un hombre de unos cuarenta ó cuarenta y cinco años depositando una de sus piedras en el mismo lugar. Sin embargo no dice nada, no actúa. Espera a que el hombre se haya marchado y entonces toma la piedra. Parece perplejo. No ha reconocido al hombre. No comprende.

Han pasado algunas semanas, un par de meses, y no ha vuelto a ver al hombre. No obstante las piedras no han faltado.
Una mañana vuelve a verlo: un hombre deja la piedra en el lugar de siempre. Sólo que no es aquel hombre de mediana edad. Este es un hombre más joven, de unos veinte ó veinticinco años. Sin duda se parecen, quizás sea el hijo del hombre. Decide mantenerse en silencio. Observando. Quizás vuelva el hombre mayor, y entonces le hablará. Entonces sabrá.
Mientras tanto las piedras se van acumulando sobre el escritorio del viejo. Son bellas. Pulidos cantos de río ovalados; grises y blancos como su pelo. Pero no hablan. No le hablen. No le dicen nada. No recuerda.

Ha pasado más de un año. Toda la actividad del viejo consiste en acudir al parque y esperar. Y recoger sus piedras, sus cantos. No sabe si desea saber. No sabe que desear. Todo está bien así.
El día de su cumpleaños -el día que cumple noventa años- vuelve a verlo. Es un niño. Deja la piedra en el mismo lugar de siempre. Entonces sale de su escondite y le grita algo al niño y gesticula. El chaval sale corriendo y se lleva la piedra.
El hombre viejo vuelve a casa. Una gran tristeza le embarga el alma. Hoy no tiene su piedra. Siente que algo se rompe en el continuo espacio-tiempo. Que algo se rompe en su interior. ¿Cómo es posible que algo tan insignificante como esas ridículas piedras sean tan poderoso? No sabe que responder. Se tumba en la cama vestido; pone boca abajo la foto de su esposa muerta y abre su ajado álbum de fotografías familiares. Entonces lo ve: ¡Es el muchacho que echara a correr! ¡Está ahí, delante de él! ¡Es él mismo sonriendo desde un retrato sepia en el parque!.

Ahora lo comprende: ha sido él siempre. No hay más que decir. Cierra el álbum. Cierra los ojos.