lunes, 3 de octubre de 2011

Caminábamos como los vivos... (V)

















En el cuarto, el hermano mayor muerto trataba de matar al niño dormido. Se metía por los agujeros de la nariz o la boca abierta al respirar, y dentro del pequeño, intentaba asfixiarlo llenando sus pulmones de ectoplasma caliente o estrangulando su garganta. En última instancia se arrepentía y liberaba al hermano pequeño vivo. El niño lloraba y se despertaba envuelto en sudor y pesadilla. El padre se despertaba al oír el llanto y al precipitarse en la habitación oscura, el hermano mayor muerto se evaporaba de al lado de la cama. Se quedaba, vuelto transparencia, en cualquier rincón desde donde observar la escena: el padre abrazando al hijo y tratando de consolar su angustia. Él también lloraba. Y sus lágrimas invisibles caían al suelo enmoquetado y creaban una mancha indeleble.

El padre se acurrucaba junto al hijo, hasta que el sueño les vencía a los dos. Entonces el hermano mayor muerto recuperaba su forma de emanación y se escabullía hasta la otra habitación. Se deslizaba bajo el edredón y ocupaba el lugar del padre en el lecho, procurando no hacer ruido. No quería despertar a mamá.

Pero mamá no dormía. La madre vivía en una perenne ensoñación, desde que él muriera en el hospital, cuando al salir de cuentas el embarazo se complicó. No había podido superarlo y pasaba los días en casa conjurando su nombre, bebiendo, gritando al padre, o todo ello a la vez. Dedicada a funestos rituales domésticos.
Sin embargo su deseo de ser madre no mermó y, aunque ya no amaba al padre, pronto volvió a estar embarazada.

Antes de que los doctores le dijeran el sexo del bebé ella ya lo sabía, como no podía ser de otra manera. Y no de otra manera podía ser que la criatura se llamara igual que el hermano muerto. Y entonces le pusieron ese mismo nombre al nacer, y le acostaron en la misma cunita y le vistieron con la misma ropita que el hermano mayor. Y el niño creció llamado por su nombre, que era también el nombre de un difunto. Creció débil y enfermo, lastimero y gemebundo. La misma muerte canalla se veía en su rostro flaco, tan diferente de la salud. Espejo del infortunio. Laberinto de la calamidad.

La madre no pudo soportar su presencia y el hermano pequeño vivo pronto fue rechazado por ella. Tanto le aborrecía. Mamá se metió en la cama y no volvió a salir, sino para asomarse a la ventana y blasfemar crueles palabras y sortilegios. Para amenazar o forzar al mundo. Había vuelto a caer.

El padre se multiplicaba en sus esfuerzos: trataba de amar a su mujer, trataba de amar al bebé enfermo y trataba de amar sus recuerdos. No tenía mucho más. Y muchas veces se preguntaba consternado cuánto amor le quedaba, cuánto más podría dar. Se preguntaba si merecía la pena todo ello. Aun dormía en la cama junto a su mujer, pero jamás la tocaba. La madre le habría despedazado por haberle hecho salir de su ensoñación. Ella ya no tenía amor.




El padre se había quedado dormido, abrazado a su débil y enfermo hijo pequeño vivo. Soñando con montañas. El niño soñaba con caballitos de mar. El hermano mayor muerto ya no soñaba, él era soñado por la madre. Su nombre, como un hechizo, derruía las montañas, secaba el mar. La madre se giraba en el lecho y abrazaba la presencia maldita, esculpida en algo peor que la nada. Sobre escombros de delirios y desechos de una cotidianidad desintegrada.

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