viernes, 23 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VI)

















Su pensamiento era una máquina de matar. La cosa permanece encerrada en la cabeza, brillando, bombeando, golpeando, corriendo loca entre las circunvoluciones de la masa cerebral. Chasqueando entre las conexiones neuronales. Pero nunca hacía nada. Su pensamiento no le pertenecía. Ni sus actos, sus hábitos o sus sentimientos. Todo le pertenece a otro. A otros. Muertos. Vivos o medio-muertos, medio-vivos. ¿Puede entonces acaso elegir?
Sus ojos se encendían, pero no podía penetrar la piel de las cosas. La piel del mundo. Tenía que conformarse con habitar la superficie, lo obvio. Se consumía con un fuego que le agotaba. Enormes, brillantes bolas de pensamiento. Se deshacían en la corriente del pensamiento global. Oh, lo que hubiera dado por convertirse en el terrorista psíquico que vaticinaban sus papás. No era más que un Oscuro. Invadido de parásitos.

En el sueño es quien desea ser: asola la ciudad, pisa las nubes y desde allí orina a la incrédula muchedumbre. Elige cuidadosamente el papel que desea representar. Sin duda, sin equivocaciones.

Después despierta y desnudo frente al espejo ensaya sus ataques psíquicos. Pone caras, hace ¡zas! y amenaza. Profetiza Su Reino del Terror, pero pronto se cansa. Y se vuelve a tumbar. Desnudo no vale demasiado. Es el hombre sin Nada de Nada. Pero no lo sabe aprovechar.

Más tarde suena el teléfono y una voz le indica lo que hay que hacer. Allí lo tiene: el signo, el momento indicado. Cree haberlo comprendido. Y se asoma a la ventana y grita y un avión cae desplomado ¿Ha sido así? ¿Ha sido su alarido o una simple casualidad? Los transeúntes fingen no haberle escuchado. Es un loco más. Sin embargo el invierno ha comenzado.

Todo ello ha sido demasiado para él. Cierra la ventana y regresa al interior de su habitación. No es un chamán, no es un guerrero psíquico. Su pensamiento era una máquina de matar. La cosa permanece encerrada en la cabeza, brillando, bombeando, golpeando, corriendo loca entre las circunvoluciones de la masa cerebral. Chasqueando entre las conexiones neuronales. Pero nunca hacía nada. Su pensamiento no le pertenecía. Ni sus actos, sus hábitos o sus sentimientos. Todo le pertenece a otro. A otros. Muertos. Vivos o medio-muertos, medio-vivos. ¿Puede entonces acaso elegir?
Sus ojos se encendían, pero no podía penetrar la piel de las cosas. La piel del mundo. Tenía que conformarse con habitar la superficie, lo obvio. Se consumía con un fuego que le agotaba. Enormes, brillantes bolas de pensamiento. Se deshacían en la corriente del pensamiento global. Oh, lo que hubiera dado por convertirse en el terrorista psíquico que vaticinaban sus papás. No era más que un Oscuro. Invadido de parásitos.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (V)
















El sol, a primera hora de la mañana, da sombras y añade dramatismo; esto, lo sabe todo el mundo. Pero parece ser que no lo sabían en el pequeño pueblo del valle. La luz de la mañana había sido detenida en aquel lugar, y durante cientos de años se reflejó la misma hermosa luz en las aguas del tranquilo lago que bañaban sus campos y las vidas de sus gentes. Gentes ignorantes que, dominadas por el encantamiento, cayeron en esa sombra y añadieron el dramatismo a sus tristes existencias.

Lúgubres semblantes y torturados gestos podían observarse en éste amanecer eterno. Vivían sus vidas como espectros y por todos lados se escuchaban lamentos.

Lo habían conseguido, pero detener la belleza del instante en el amanecer trágico les había salido demasiado caro, entregados ahora a la hora del lobo; dando palmotazos, tratando de discernir entre la bruma.

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (IV)





















El tiempo se había detenido en la casa. Un tiempo suspendido, roto, como el espacio. Un no-tiempo, un portal interdimensional, como marcado por el rascar de la aguja en un vinilo rayado. Clac, clac, clac, clac. Si abrían la puerta a la calle les saludaba un abismo o un Juego de la Oca. No la abrieron nunca más.

Podían sentir cómo eran observados desde el edificio de enfrente. Ojos escrutadores. Vigilantes. Mentes poderosas que invadían las suyas y proyectaban sus pensamientos contra la casa. Contra ellos. Contra sus vidas.
Si callaban y escuchaban atentamente podían oírlos reptar por la fachada. Y entonces corrían a cerrar las puertas y las ventanas. Aunque intuían que otra vez habían llegado tarde; que ya estaban dentro, materializados en la habitación. Al girar la cabeza, desaparecían. Y todo volvía a empezar.

¿Qué era aquello? ¿Cuándo había empezado todo ello? ¿El día que escucharon las palabras en la calle? ¿La voz que se dirigía a ellos y que parecía surgir de todas partes? ¿El día que los muchachos les atacaron y los perros les aullaron? No sabían decirlo con seguridad, pero sí sabían que si algunas palabras podían destruirlos, otras podrían curarlos.

A partir de entonces se integraron en la sombra. La aceptaron y aprendieron a comunicarse con ella. Cada crujido, cada chasquido, golpe, chirrido, susurro, cada signo, cada símbolo. Aceptaron que habían sido engullidos por el vientre del monstruo, por lo desconocido, y que, una vez muertos, podrían renacer. Tal era el precio que había que pagar.

Olvidaron los viejos tiempos felices. Naderías, insignificancias. Y entonces se materializaron sus enemigos: Los Niños Marcados. Allí, en el corredor de la casa, en las paredes... Ahora podían hacerles frente. Tenían el alfabeto. Se reconocieron a ellos mismos en los rostros de los Niños Marcados, a pesar de las muecas terroríficas y de las terribles cicatrices. Abrieron sus bocas y les hablaron y abrieron sus brazos y los abrazaron. Al instante los fantasmas se desvanecieron, dejando sobre el suelo un charco de perlas.

Entonces creyeron haberse liberado. Se miraron a los ojos y comenzaron otra guerra.

jueves, 22 de septiembre de 2011

De seres fantásticos... (XIII)





















Siempre fue mala. Una verdadera hija de puta.

Una vez su amante la invitó a besarse bajo las estrellas, pero éstas no acudieron. Ella se enfadó tanto que su grito abrió un agujero negro en el horizonte. Al muchacho se le cayeron las orejas y tuvo la mayor erección de su vida. Sin embargo la mujer volvió a rugir su enfado al ver su pene ridículamente pequeño. ¿Qué podía hacer ella con aquello?.

Excitada como estaba, tomó un trozo de noche y se lo estampó al amante en la cabeza. Él cayó al barro diciendo te amo, te amo, te amo.

Mientras decía aquellas palabras, ella le clavaba los tacones en el alma.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Formas del horror... (XXIV)















La noche era hermosa. La Luna llena iluminaba al mundo, brillando clara entre las montañas. Entonces lo vi, y mi entendimiento se negó a creerlo: el colosal ser surgido de las profundidades, que de un fabuloso salto se tragó el satélite. Condenando a nuestro planeta a una oscuridad eterna.

De seres fantásticos... (XII)





















El chico leía tan apasionadamente que cuando dejaba de hacerlo, por puro agotamiento, los personajes del libro se veían envueltos en un bucle. Teniendo que vivir la acción del párrafo abandonado una y otra vez. Hasta que aquel muchacho tan apasionado regresaba al libro y los liberaba.

martes, 6 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (III)





















Al final lo había hecho. Había preparado el baño con agua caliente y una vez dentro se había cortado las venas.
No había necesitado más ritual. No hubo velas, ni copas de cognac, ni notas de despedida. No había ya nadie a quien decir palabra. No hubo lágrimas.

El agua se tiñó de rojo rápidamente y rápidamente comenzó a sentir un dulce sopor. Se durmió. Y luego se despertó.
El agua se había quedado fría. Estaba helada y la mujer tiritaba. Ya no manaba sangre de las muñecas abiertas.
Se echó por encima una toalla y se deslizó vacilante hasta la cama. Se tumbó; tiritó un poco más; miró al techo, a su gato japonés de la buena suerte llamando con su brazo; miró al reloj; miró sus heridas; se debatió un rato en pensamientos que no podía asir. Y a la mañana siguiente se despertó. Todavía viva.

Lloraba. No había dejado de llorar toda la noche. Durante el sueño, agitado, y ahora en la vigilia. Comprendía muy bien qué había ocurrido, aunque prefería no pensar en ello. Ni mucho menos verbalizarlo.
Sólo había caminado un poco, como Parsifal, y sin embargo había avanzado mucho. Quizás demasiado.

¿Con quien podría compartirlo? Nadie lo entendería. De eso estaba segura. Pero ¿Y si todo había sido una equivocación? Una mera confusión de sentido. Un chiste extraño y cruel. No, había ocurrido. Lo había hecho. Kaput. Finito. Terminado. Y sin embargo ¿Qué había cambiado? Todo parecía igual. Las mismas sensaciones. El dolor, el dolor, siempre el dolor. Y el miedo. Entonces ¿De qué había servido todos aquello?.

Volvió a llenar la bañera de agua caliente. Volvió a meterse en ella. Volvió a cerrar los ojos. Volvió a despertarse helada.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (II)













Daba mucha penita verla. A la niña le había dado una especie de ataque, una parálisis cerebral. Algo extraño. Los padres se la habían encontrado en el pasillo: de pie, inmóvil sobre un charquito de orina y con los pies descalzos; el camisón blanco manchado de esa misma orina; los brazos flojos colgando como cuerdas; el cabello rubio suelto, sucio y sudado, se había vuelto blanco; la cabeza ladeada sobre el hombro, temblando en un interminable proceso nervioso -Esto era lo que más hacía llorar a la madre-. El rostro, lívido, los labios contraídos en una estrecha línea continua y los pómulos infantiles deprimidos. Lo que más hacía llorar al padre eran los ojos: unos ojos desmesuradamente abiertos, grises y rojos, miraban donde la mirada humana no podía penetrar, hacia un no-lugar. Sus ojeras eran moradas y negras y azules y convertían sus cuencas en cráteres o entradas al infierno. Las miradas ajenas que se posaran en ese horizonte de acontecimientos se perderían sin remedio como en un agujero negro.

La recluyeron en su cuarto con sus posters, sus muñecos, sus cosas, el obstáculo de su nuevo estado y el miedo.
La influencia de la puerta cerrada inundó la casa y todo se volvió lúgubre. Cegaron las ventanas. El susurro se convirtió en el lenguaje y los ataques de ira y llanto. La guerra psíquica. El acceso a oscuros rincones mentales. La vida en las esquinas.

Durante el día la situación todavía era tolerable: la niña yacía en el cuarto, la madre leía en su habitación y el padre bebía en la cocina. Al llegar la noche llegaba la caída. La chica comenzaba a levitar sobre la cama, la madre a cuchichear y murmurar su gorigori y el padre por lo general estaba ya demasiado borracho para enterarse de lo que pasaba.

Alguna de esas noches la muchacha aparecía en la habitación de los padres. Inmóvil, plantada delante de la cama. Mirándolos desde aquellos ojos perdidos. El dedo índice de su mano sobre los labios -¿Les estaba mandando callar? ¿Querría compartir un secreto?-. La cabeza, la cabeza era una batidora. La observaban en la penumbra. Estaban muertos de miedo. Su pequeño amor se había convertido en una quimera. ¿Qué era su pequeño amor?. Las manos palpaban el vacío y la oscuridad buscando la lámpara en la mesita. Una luz. Tanto necesitaban una luz. Y entonces era todo peor: entonces se cercioraban de que aquello era real.

Otras veces, cuando el hedor se hacía insoportable, la madre tomaba en brazos a la muchacha y la llevaba hasta el baño y la bañaba. Era el único momento en que no tenía miedo porque le recordaba cuando la niña era un bebé. Y el bebé le sonreía y estiraba sus bracitos regordetes para acariciar su rostro. La madre entonces le sonreía y le cantaba esperando que su canto rompiera el hechizo. Nunca lo hizo. Acariciaba el pelo de su hija y frotaba suavemente con jabón su cuerpo níveo. La ternura se apoderaba de ella y era entonces hasta capaz de mirar aquellos ojos que no se habían vuelto a cerrar. Y que ella no se había atrevido a volver a mirar.
Uno de esos días la niña comenzó a sangrar. La madre cesó su canto y miró sus manos rojas y gritó. La sangre manó como un río, un torrente, en profusión. Brotó de su sexo infantil, de su boca, sus ojos y de los poros de su piel. Y cuando hubo rebosado el baño, ya no sangró más. La madre resbaló, cayó en el líquido rojo y volvió a gritar. Creyó volverse loca. Quizás lo hizo en aquel momento. Aulló el nombre del padre y él vino y vio la escena y no dijo nada. Todo se quedó en el interior. Tomó el cuerpo de su hija -¿Era eso su hija?- y la sacó del baño y la llevó a su cuarto y la metió en la cama y cuando la madre dejó de llorar y de aúllar ambos la cubrieron con una sábana y la dejaron allí. Y la chiquilla volvió a sangrar durante la noche. Y por la mañana la sangre había empadado la sábana y formado una costra dura o postilla que envolvía el cuerpo infantil. Como una crisálida, como una ninfa.

Decidieron no volver a entrar en la habitación. Esta vez ya no. No volver a hablar de ello. Nunca más. Olvidar. Negar. Quizá así desaparecería.

Y desapareció. Días después encontraron la puerta abierta de la habitación. Y recordaron y hablaron de ello, en susurros, sin saber qué hacer, y volvieron a entrar atenazados por el miedo. El miedo a su hija querida, a aquello en lo que se había convertido su hija querida y a lo que no se habían sabido enfrentar. Pero la niña ya no estaba en la cama. No estaba en la habitación. Sólo encontraron la colcha manchada de sangre reseca y la sábana rajada. Se miraron sin comprender y sin encontrar comprensión en la mirada del otro. Nunca lo habían hecho. ¿Así que de éste modo acabó? Se dijeron, sin alivio, sin consuelo. Esta vez sin emoción.

No repararon en la sombra sobre sus cabezas.