lunes, 5 de septiembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (II)













Daba mucha penita verla. A la niña le había dado una especie de ataque, una parálisis cerebral. Algo extraño. Los padres se la habían encontrado en el pasillo: de pie, inmóvil sobre un charquito de orina y con los pies descalzos; el camisón blanco manchado de esa misma orina; los brazos flojos colgando como cuerdas; el cabello rubio suelto, sucio y sudado, se había vuelto blanco; la cabeza ladeada sobre el hombro, temblando en un interminable proceso nervioso -Esto era lo que más hacía llorar a la madre-. El rostro, lívido, los labios contraídos en una estrecha línea continua y los pómulos infantiles deprimidos. Lo que más hacía llorar al padre eran los ojos: unos ojos desmesuradamente abiertos, grises y rojos, miraban donde la mirada humana no podía penetrar, hacia un no-lugar. Sus ojeras eran moradas y negras y azules y convertían sus cuencas en cráteres o entradas al infierno. Las miradas ajenas que se posaran en ese horizonte de acontecimientos se perderían sin remedio como en un agujero negro.

La recluyeron en su cuarto con sus posters, sus muñecos, sus cosas, el obstáculo de su nuevo estado y el miedo.
La influencia de la puerta cerrada inundó la casa y todo se volvió lúgubre. Cegaron las ventanas. El susurro se convirtió en el lenguaje y los ataques de ira y llanto. La guerra psíquica. El acceso a oscuros rincones mentales. La vida en las esquinas.

Durante el día la situación todavía era tolerable: la niña yacía en el cuarto, la madre leía en su habitación y el padre bebía en la cocina. Al llegar la noche llegaba la caída. La chica comenzaba a levitar sobre la cama, la madre a cuchichear y murmurar su gorigori y el padre por lo general estaba ya demasiado borracho para enterarse de lo que pasaba.

Alguna de esas noches la muchacha aparecía en la habitación de los padres. Inmóvil, plantada delante de la cama. Mirándolos desde aquellos ojos perdidos. El dedo índice de su mano sobre los labios -¿Les estaba mandando callar? ¿Querría compartir un secreto?-. La cabeza, la cabeza era una batidora. La observaban en la penumbra. Estaban muertos de miedo. Su pequeño amor se había convertido en una quimera. ¿Qué era su pequeño amor?. Las manos palpaban el vacío y la oscuridad buscando la lámpara en la mesita. Una luz. Tanto necesitaban una luz. Y entonces era todo peor: entonces se cercioraban de que aquello era real.

Otras veces, cuando el hedor se hacía insoportable, la madre tomaba en brazos a la muchacha y la llevaba hasta el baño y la bañaba. Era el único momento en que no tenía miedo porque le recordaba cuando la niña era un bebé. Y el bebé le sonreía y estiraba sus bracitos regordetes para acariciar su rostro. La madre entonces le sonreía y le cantaba esperando que su canto rompiera el hechizo. Nunca lo hizo. Acariciaba el pelo de su hija y frotaba suavemente con jabón su cuerpo níveo. La ternura se apoderaba de ella y era entonces hasta capaz de mirar aquellos ojos que no se habían vuelto a cerrar. Y que ella no se había atrevido a volver a mirar.
Uno de esos días la niña comenzó a sangrar. La madre cesó su canto y miró sus manos rojas y gritó. La sangre manó como un río, un torrente, en profusión. Brotó de su sexo infantil, de su boca, sus ojos y de los poros de su piel. Y cuando hubo rebosado el baño, ya no sangró más. La madre resbaló, cayó en el líquido rojo y volvió a gritar. Creyó volverse loca. Quizás lo hizo en aquel momento. Aulló el nombre del padre y él vino y vio la escena y no dijo nada. Todo se quedó en el interior. Tomó el cuerpo de su hija -¿Era eso su hija?- y la sacó del baño y la llevó a su cuarto y la metió en la cama y cuando la madre dejó de llorar y de aúllar ambos la cubrieron con una sábana y la dejaron allí. Y la chiquilla volvió a sangrar durante la noche. Y por la mañana la sangre había empadado la sábana y formado una costra dura o postilla que envolvía el cuerpo infantil. Como una crisálida, como una ninfa.

Decidieron no volver a entrar en la habitación. Esta vez ya no. No volver a hablar de ello. Nunca más. Olvidar. Negar. Quizá así desaparecería.

Y desapareció. Días después encontraron la puerta abierta de la habitación. Y recordaron y hablaron de ello, en susurros, sin saber qué hacer, y volvieron a entrar atenazados por el miedo. El miedo a su hija querida, a aquello en lo que se había convertido su hija querida y a lo que no se habían sabido enfrentar. Pero la niña ya no estaba en la cama. No estaba en la habitación. Sólo encontraron la colcha manchada de sangre reseca y la sábana rajada. Se miraron sin comprender y sin encontrar comprensión en la mirada del otro. Nunca lo habían hecho. ¿Así que de éste modo acabó? Se dijeron, sin alivio, sin consuelo. Esta vez sin emoción.

No repararon en la sombra sobre sus cabezas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario