viernes, 11 de noviembre de 2011

Caminábamos como los vivos... (VI)














Empieza con un quejido. Luego viene el llanto: el hijo ha roto a llorar en la habitación. El llanto del bebé se introduce en el sueño de los padres, dormidos en el otro cuarto, a través del ruido cavernoso del aparato. Brilla rojo. A veces asusta. Es el padre quien se levanta. Torpe, lento, agotado, los ojos casi cerrados, aun dormido. Bosteza, se rasca el trasero bajo los calzones. El hijo ha dejado de llorar. Al menos ahora no le escucha hacerlo.

El padre abre la puerta a oscuras. Entra. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra lo ve: en cuclillas, guardando el equilibrio, encaramado a los barrotes de la cunita hay un extraño ser -rojos ojos encendidos-. Tiene al hijo aferrado entre sus garras. El bebé es demasiado pequeño y no parece temer, se deja hacer, aunque balbucea algo parecido a papá. El ser abre su boca como un pico. Muestra su lengua bífida. De su garganta surge un sonido como un siseo o un crujido. Amenaza.

Una corriente fría congela la escena. Congela la mueca en la cara y la comprensión del padre. ¿De dónde habrá salido éste ser? Del sueño del bebé no ha podido surgir. ¿Qué conjuro estará invocando con sus misteriosas palabras susurradas?. La luz exterior de las farolas parece hacerse profusa en el cuarto. ¡Luz, maldita luz!. Ahora puede verlo todo. Pero todo no es nada. No están ni el ser ni el hijo. El padre ve las cosas como a través de una catarata. El padre cae desmayado, desplomado, al suelo.

Cuando despierta está otra vez en su cama. La boca seca, el estómago le quema, la cabeza le da vueltas. Siente haber dormido mil años. quizás lo haya hecho. La mujer no está a su lado, acostada o despierta. No están las fotos de la boda, ni están sus perfumes o sus cosas. La habitación es una verdadera leonera. Se levanta, se incorpora. Todo le da vueltas. Es entonces, entonces, cuando comienza a recordar: su hijito muerto en la habitación del hospital. La mujer llorando con el cadáver infantil en brazos. La luz blanca y fría de la sala de curas. Los rostros entre ausentes y severos de los doctores y las enfermeras. Su propia imagen rota en el cristal de las ventanas. Fuera llueve y hace viento. Dentro hace frío. Y más dentro, todo es como un iceberg. Estalactitas, carámbanos y estalagmitas. Las venas y las arterias ya no llevan sangre. Llevan el líquido de la desolación. Si tuviera el suficiente valor haría pedazos el mundo. Sólo está hecho pedazos el corazón.

El padre se lleva las manos a la cabeza mareada. A la deriva. Se lleva las manos a la boca abierta. El horror congelado. Está a punto de llorar. Los ojos vidriosos y rojos. A cada chispazo de memoria, de comprensión, se corresponde un átomo de hielo y de muerte. Se levanta, como un resorte, y echa a andar. Corre. Abre la puerta del cuarto del hijo. Allí, evidentemente, no hay nadie. Todo continúa igual que cuando el hijo salió por última vez: las sabanitas blancas, los posters de cachorros de perros y gatos, los peluches de animales, el caballito de madera para cuando creciera, las fotos de papá, mamá y el bebé sonrientes, los polvo de talco, las cremitas y los aceites, los pañales y la ropita sobre la repisa. Las lágrimas fluyen al ver la cunita fría. Habían puesto una piedra en su lugar.

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