lunes, 14 de noviembre de 2011

Del libro de los muertos y de los que van a morir... (VIII)















El terror ya no sucede en enormes y viejas mansiones victorianas, en ruinas de hospitales mentales o castillos medievales. El horror hoy sucede en pequeñas habitaciones de pisos de apartamentos. En los oscuros dominios de las pequeñas personas. El ritual ominoso se da a la hora de la cena. Las miradas asesinas, los pensamientos encerrados y crueles. El deseo de algo peor.


De repente el hombre se levanta de la silla. Ésta cae con un crujido y un golpe seco. Mira a su mujer y a su hijo pequeño. No dice nada. Lanza de mala leche el tenedor sobre la mesa. Cae sobre el puré de patatas de sobre con salchichas de sobre y salpica a la mujer y el niño pequeño. Se hace un silencio. El hombre se echa a llorar. No dice nada. Se marcha a la habitación, cierra la puerta, apaga la luz y se tumba en la cama sobre la colcha.

La mujer limpia al niño pequeño que llora. Se limpia ella misma. Terminan de cenar sin hablar. En la tele están pasando Bob Esponja y el niño pequeño no sabe si tiene que reír, volver a llorar o callar y adoptar el gesto aprendido necesario. Un gesto estereotipado que usará siempre más adelante, cuando la ocasión lo requiera.
La mujer también sabe de gestos aprendidos. No acude a la habitación inmediatamente. Actúa casi siempre por instinto, como todos. No es una mujer reflexiva, ni falta que hace. Recoge la mesa. Recoge la silla, que había dejado caída. Friega los platos y los cubiertos. Barre el suelo. Deja al niño pequeño ante la televisión, dibujando extraños seres medio antropomorfos medio garabato. Seres infantiles mitológicos. Después, cuando crezca, dejarán de existir.

Sólo después de haber hecho esto la mujer acude a la habitación a hablar con su marido. Golpea tímidamente la puerta. Dos ó tres veces. No obtiene contestación. Decide entrar y se encuentra la oscuridad interior. Todo está en silencio. El hombre no está. La cama está vacía, pero la ventana está abierta. Viven en un séptimo piso. La mujer se altera y emite un leve grito. Se precipita sobre la ventana e instintivamente mira hacia abajo. Busca con su mirada en la penumbra de la tarde noche. Aun no están encendidas las farolas de la calle. Aun así no ve nada. No está el cuerpo de su marido estampado contra la acera o los coches. En este punto no sabe qué sentir, si tiene que sentir alivio, pena o terror. Sobre esto no sabe que estereotipo utilizar. Está desconcertada.
No ha mirado arriba: unos diez metros sobre su cabeza, flotando en el vacío, se encuentra el hombre, su marido. Tiene los brazos en cruz, los ojos en blanco. Flota extasiado en el aire. ¿Cómo es esto posible? Da igual, la mujer tira del hilo rojo que los une y hace entrar al marido de vuelta en la casa. Lo abraza, lo besa, trata de hablarle. Él no dice nada, no puede sentir nada. Aparta a la mujer de sí. De hecho, comienza a empujarla hacia la puerta de la calle. Hace un gesto que la mujer comprende bien y toma entonces a su hijo pequeño en brazos. Salen los tres.

En el coche el marido continúa con su misterio. El instinto de la mujer le dice que tiene que volver a tirar de estereotipo. Habla, gimotea, le recuerda quienes son ellos. Son su hijo y su mujer. El hijo llora. Esto podrá ayudar. Abraza al pequeño, pero no lo consuela. Sus lágrimas pueden ser la solución al enigma.
Entonces el marido toma un desvió oscuro. Un camino de tierra. Se dirigen al bosque. Apaga las luces y conduce un poco más. La oscuridad se ha hecho total. Detiene el coche sin parar el motor. Se baja y hace bajar a la mujer y al hijo pequeño. Ella se hinca de rodillas y pide compasión, misericordia, piedad. Lo ha visto hacer en una película, y entonces salió bien. El marido no va a matarlos. Va a abandonarlos. No dice nada, como en toda la tarde y toda la noche. No los mira; se da la vuelta y regresa al coche. Se aleja de allí mientras que la mujer se aferra a la manilla del coche, gritando, llorando, tratando de hacerle reconsiderar su decisión. No hay nada que hacer: el hombre acelera, aun a riesgo de chocar contra los árboles.
Cuando se aleja no mira por el retrovisor. Ya sabemos que ocurre si uno se gira para ver. Nosotros sí podemos observar a la mujer con el hijo pequeño en brazos: iluminados por las luces frías del coche, adquiriendo un brillo espectral. Los brazos de los árboles azotan sus ramas hacia ellos y parecen querer abrazarlos o atraparlos. Su imagen se va empequeñeciendo como un recuerdo, hasta desaparecer, engullidos por el olvido o la oscuridad.


Al llegar a casa, el marido deja las llaves en el cuenco de la entrada. Su hijo pequeño sale de su escondite. ¡Buh!, dice, y el hombre hace como que se lleva un gran susto. Se abalanza a los brazos cariñosos del padre y éste le da un sonoro beso y un gran achuchón. La mujer le besa también. Le besa en la mejilla, espátula en mano, delantal ceñido; la pierna flexionada a la altura de la rodilla en un gesto coqueto, hacia atrás. Se quieren. Nada podría ir mejor. La mesa está puesta. El puré de patatas de sobre con salchichas de sobre humea en la mesa. Se sientan a cenar.

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