viernes, 20 de mayo de 2011

Caminábamos como los vivos... (III)













Estaba cubierta de sangre. Desorientada y aturdida. Podía reconocer el rostro que reflejaba el espejo del cuarto de baño como su propio rostro, pero no lograba entender qué hacía allí. En el cuarto de baño. En su casa. Tenía que estar en otro lugar. Debía estar en otro lugar. Por eso se había escapado. Por eso había dejado a su marido y sus hijos.
Se tocaba la cara hinchada y los párpados hinchados y sentía un fortísimo dolor de cabeza y la nausea en la boca del estómago. Le decía cosas a la imagen reflejada. Sin demasiado sentido. Y al abrir la boca podía ver los hilillos de sangre en las encías y en los dientes. Se decía a sí misma que esto debía haber sido un accidente, después de todo. Estaba enfadada. Estaba muy enfadada.

Se tumbó en la cama con las ropas ensangrentadas y el cabello ensangrentado. Entonces se dio cuenta de que aun tenía el bolso aferrado a su mano. No tenía ni idea de qué estaba ocurriendo.
Los objetos de la habitación le eran todos familiares. Con esa familiaridad ajena de las cosas vistas mil veces. La lámpara china y barata de papel, manchada de cadáveres de mosquitos y polillas; el armario de Ikea cuyas puertas nunca habían encajado bien, la mesita medio coja y la cómoda heredada que siempre había deseado tirar. Nada en la habitación hacía juego o funcionaba, y reflejaba lo sórdido y mezquino de su vida.
Todo ello había hecho mella en su espíritu. El marido derrotado, que la culpaba de su propia falta de voluntad; los hijos imposibles de dominar, peores que los enemigos desconocidos. Pero estaba segura de que nada de eso le pertenecía ya. No podía recordar. Hacer que aquello tuviera un sentido, pero sabía, o más bien intuía, que todo aquello había acabado. Si no podía recordar, sería mucho mejor. De un modo u otro había dado con la clave de una nueva vida. Entonces se dio media vuelta sobre el colchón y rodó debajo de la cama.

El marido llegó y se desnudó y se metió en la cama y durante el sueño ella se plantó ante él. Y lo estuvo mirando durante un largo rato. Y después cogió los sueños de él y los metió en el bolso.

Al despertar el marido lloraba desconsoladamente sentado al borde de la cama. El primer pitillo del día entre sus dedos, convertido en ceniza. El primer aliento del día derrotado, dentro de su pecho. Y la cabeza, rellena de cebollas.
La mujer podía oírlo sollozar bajo la cama. Después salió, y mientras él se preparaba un café aguado con lágrimas, fue al cuarto de los hijos y metió el aliento de ellos en el bolso. Y cuando se levantaron ya no tenían voluntad y estaban cansados. Con un cansancio de dentro afuera. De venas y arterias tensadas. De peluche podrido. Después se abrazaron al padre y todos lloraron. Pasaron una semana entera llorando, con una melancolía brutal que decorada las paredes. Aunque no sabían por qué. Ni nunca se lo preguntarían lo suficiente. Mientras, la mujer se ocultaba tras las cortinas, en los rincones, bajo las mesas y bajo las camas, en las manchas de humedad, y les seguía hurtando los sueños, los nervios y el aliento. Todo lleno de sangre.

Un día el padre se derritió como una forma de cera sentado en el sofá, y los hijos dejaron allí la mancha. Porqué en ella había dos ojos que parpadeaban sorprendidos.
Ese fue su final. O no, a nadie le importaba ya. Por la noche la mujer los cogió y se los comió. Su sabor le pareció exquisito. Con sabor a hiel y nieve.
Por la mañana devoró a sus hijos. Sin violencia, sin poesía. No había nada más que hacer.

Jamás fueron felices ni llegarían a serlo, pero habían aprendido una valiosa lección.



Al despertar la mujer volvió al baño. Se desnudó y se duchó. Le costó quitarse la sangre del cuerpo. Después se miró largo rato en el espejo grande del armario de Ikea, y no consiguió ver ninguna herida. Aquello la confundió aun más, aunque ya le estaba abandonando la jaqueca.
En la cocina se preparó un vaso de vino. Entonces llegó el marido y, un poco después, sus hijos. La cena aun no estaba preparada.

Se encendió un pitillo. Aunque ella no fumaba.

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